Gabriel Gómez López cuento A la manera de Van Gogh |
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Vincent,
de natural muy reflexivo, recibe una petición insoslayable de
parte de una muchacha que irradiaba una insólita alegría
de vivir. Este es el punto de partida de un conflicto que, pese a las
apariencias, no termina con la unión del protagonista y su objeto
de deseo, sino en un lugar donde las paredes están negras y babeadas
de sangre. Gómez López hace gala de su talento para crear
una atmósfera opresiva y obsesiva, que complementa la tensión
a la que el autor somete no sólo a su personaje, sino también
al lector.
Estaba tendido en el césped sobre una alfombra de hojas muertas. Era el atardecer, el rayo del sol, sobrepasando la barda de piedra, incidía exactamente a lo largo de su eje longitudinal, fugazmente quedó dividido en dos porciones iguales, hacia arriba y hacia abajo, luz y sombra. Al despertar le pareció ver dos soles, dos globos incandescentes y rojizos girando a gran velocidad, atrapado en aquel torbellino tuvo vagos recuerdos de su infancia, se vio tendido en el granero, llorando, apretando su cuello con fuerza para ahorcarse, o sobre el techo de su casa el día del desastre de la mina, midiendo la distancia para arrojarse al vacío. Las imágenes le conducían al corazón del dolor, a la fuente de su soledad. Volvió a cerrar los ojos, la náusea se reavivaba con el recuerdo de las flores blancas contra su paladar, el sabor agridulce reapareció en su boca. Ardía la tierra, apenas unas nubes pisoteaban la claridad del horizonte, crecía el polvo en espera de las lluvias. Vincent, vencido por el sopor, intentó en vano recuperar el camino del sueño, transpiraba profusamente, sus ropas estaban pegajosas. En aquel estado crepuscular, su mente resbalaba, a caballo entre el sueño y la vigilia, percibió un crujido entre sus ropas, como el de un roedor. Se levantó con terror imaginando encontrarse a las puertas del infierno. Intentó sacudirse al inmundo animal que se movía lentamente junto a su pecho, era como si tuviera algo vivo adherido a la base de su cuello, bajó la vista. Apenas pudo reprimir un grito de terror. Enloquecido entró en su casa dando grandes saltos, tropezando en los peldaños. Eso fue el lunes. Apenas el día anterior, durante el sermón en el templo se distraía embelesado con las hermosas piernas de bailarina de su amada. La fragancia natural que emanaba ella era una sólida barrera contra el sudor y mugre de los circunstantes. No se cansaba de mirar a sus tobillos, de pasarle la mano por la espalda. El predicador, una mera sombra a la luz espectral del candelabro, con voz neutra y cansada se esforzaba en convencer a aquel mundo de pordioseros y labradores acerca de la veracidad de la historia del Bautista y Salomé. Prolongaba el sermón hacia senderos de virtud con argumentos vacilantes. Al salir avanzaron por el atrio entre los puestos de vendimia hasta el parque de atracciones, algunos curiosos soltando sonoras carcajadas observaban a un incauto que ascendía penosamente por el palo ensebado. Entonces ella, reclinada contra un arce, le había mirado significativamente mientras le acariciaba el cuello con la misma mano maestra con la que valoraría un membrillo en el mercado. Era una muchacha de intensa palidez, labios delgados y nariz ancha, ocultaba sus cabellos desteñidos con un negro mantón, irradiaba una insólita alegría de vivir que a Vincent, de natural muy reflexivo, le enloquecía. ¿Si te pidiera algo, lo que fuera, me lo concederías? le dijo mientras con ojos picantes esperaba la respuesta. Al escucharla Vincent tuvo la curiosa sensación de dividirse, como si engendrara un cuerpo dentro del suyo, algo que fluía en su interior buscando una salida. ¿Y qué podría ser? contestó dudoso ante el embate pleno de vitalidad de la mujer. No sé... algo muy tuyo, ya veremos. Y luego, súbitamente, había salido corriendo, palmoteando hacia donde resonaba un tamboril, uniéndose a un círculo de danzantes, su falda roja aleteaba como un pendón, alejándose a toda prisa, dejando a Vincent desconcertado, hablando solo, contemplando aquel despliegue de alegría. Pero eso había sido ayer, ahora estaba en su habitación, corridas las cortinas, obturados los resquicios por donde podía filtrarse luz, nadie debía verle, sería el único testigo de su degradación. Tras corroborar su absoluta soledad, esforzándose por no temblar, encendió una candela para efectuar un detallado examen de su cuerpo. No había duda, de la base del cuello le brotaba una cabeza idéntica a la suya, pero en miniatura, de piel muy sonrosada y tersa, chupeteaba con los párpados cerrados, semejaba un recién nacido reconociendo el entorno con su boca como órgano de choque. Las piernas le flaquearon, se ahogaba en las negras aguas de su pesadilla, el embate del horror era insoportable pero debía actuar con rapidez. En un principio tuvo el impulso de ahogar al monstruo con la almohada o golpearlo salvajemente con una piedra para terminar con aquella pesadilla, pero a la misma velocidad midió las consecuencias, imaginó la pudrición a su lado, la gangrena a las puertas de su cuello, ¿dormiría junto a un cadáver?, ¿asistiría impávido al festín de los gusanos? La carcoma corría ya por sus venas, ¿qué hacer con aquello que era parte de él y no era él? Sintiendo un asco incontenible, tratando de contener el vómito, ocultó su torso con una cobija de un rojo muy intenso y, como una sombra sanguinolenta, se escurrió por entre las calles purulentas y cariadas. Llegó al puente, la noche estrellada ofrecía un desolador aspecto de la aldea, de las esquinas colgaban tristes farolas amarillas, por debajo corría el arroyo de aguas negras, algunos valientes lo cruzaban con zancos, en las orillas un grupo de nómadas urbanos yacía a la intemperie en espera del amanecer, una espesa neblina comenzaba a levantarse. Avanzó hasta el barrio de los carniceros, reconoció el portón de roble apenas entreabierto, tocó de manera suave pero insistente hasta que apareció el rostro de un hombre corpulento de cejas grises y manos anchas y muy toscas. Necesito un trabajo urgente alcanzó a balbucear y, sin esperar respuesta, entró cerrando tras de sí. El lugar hedía muy malamente, las paredes estaban tan negras y babeadas de sangre como si los carniceros se limpiaran las manos contra ellas. En un rincón un buey desollado mostraba sus apetitosas carnes mientras un enjambre de moscas le hostigaba. Las vísceras nadaban en un cubo. Pagaré bien repitió con un susurro y de su bolso extrajo un puñado de monedas de oro. En los ojos del carnicero por primera vez brilló la comprensión, le miraba actuar con creciente curiosidad, su largo delantal, salpicado de manchas rojas, parecía la vestimenta del sacerdote de un culto olvidado, inconscientemente iba dando filo a su cuchillo contra el muslo. Quisiera que me cortara esta cabeza, la que brota justo a la izquierda de mi cuello explicó muy claramente para no dar lugar a confusión y de golpe se desnudó. El matarife escudriñaba en la penumbra lo que con tanta precisión le señalaba aquel demente. Éste, por su parte, desahogando toda su tensión, seguro de que la oferta era atractiva, se arrodilló con humildad, reclinándose contra el tocón en el que se degollaba a los cerdos. Aguardaba con fe su inmolación tal como lo había hecho el buen Isaac. No dudaba de la habilidad del carnicero. Muy bien sabía que al abrir los ojos habrían desaparecido los fantasmas que le atormentaban y pensaba con renovada calma: La colocaré en el mismo pañuelo que ella me bordó y será como una encarnada flor. Llegaré hasta el pie de su ventana y gorjearé a la manera de los ruiseñores en celo. Ella saldrá y me ofrecerá la mejor de sus sonrisas. Toma, le diré muy dulcemente, toma una flor para la más bella. |