Ť Emilio Pradilla Cobos
La cara oscura de la política
Desde 1997, con el inicio del primer gobierno democrático en el Distrito Federal, presidido por Cuauhtémoc Cárdenas, se desató una forma de hacer política que se escuda en la democracia, pero nada tiene que ver con ella. Es lo que algunos llaman "política de barandilla", consistente en ventilar en los medios masivos de comunicación cualquier crimen significativo, una filtración documental, el resultado del espionaje telefónico, o incluso informes parciales de avance de investigaciones; en ese proceso, fabricar culpables o inocentes; luego, con base en estas pruebas extrajudiciales, los actores políticos de uno u otro signo, presentan denuncias administrativas o penales ante las contralo-rías, procuradurías y juzgados, para aprovechar el desprestigio creado ante la opinión pública, como elemento de presión frente a las autoridades responsables y como arma política.
Desde la pérdida del poder presidencial por el PRI y el debilitamiento de sus formas de control político sobre los partidos y los medios, y la permanencia del PRD en el gobierno capitalino, el método parece haberse generalizado y tiende a convertirse en una permanente cacería de brujas y brujos, barnizada de "lucha contra la corrupción".
Esta forma primitiva de hacer política es contraria al derecho, porque niega la norma universal de la presunción de inocencia; pasa por encima de las atribuciones de las instituciones encargadas de investigar los delitos administrativos y penales y entorpece su labor; y sobre todo, convierte a la política en el dudoso "arte" de fabricar acusaciones, hacerles publicidad, descalificar y acusar de "tapadera" a los encargados de controlar, evaluar, investigar y juzgar los actos de los administradores y políticos, cuando las conclusiones no sirven al interés de los grupos contrarios al "acusado". Esta práctica, popularizada por los miembros del PRI y el PAN en el DF, pero que gana adeptos en otras organizaciones, amenaza con impedir el tránsito hacia un verdadero estado democrático de derecho al abaratar la ley, degradar a las instituciones existentes o por crear, y convertir a todos los ciudadanos en "jueces" o "víctimas" de ocasión, cuya respetabilidad puede ser puesta en la picota por cualquiera, aun sin pruebas.
En este contexto, hay que saludar el esclarecimiento preliminar, de acuerdo con la ley, del "caso Robles", contenido en el primer dictamen de la Contraloría del DF; pero también lamentar que la respuesta de la alianza de facto PRI-PAN en el DF prefiera seguir moviéndose en la cara oscura de la política: la difamación y la descalificación de las personas calumniadas y de las instituciones ante las cuales las denunciaron con ligereza o mala intención.
Pero lo más grave es que estas prácticas están haciendo desaparecer de la arena política en el ámbito nacional la discusión seria y rigurosa de los proyectos de nación, las plataformas programáticas y las propuestas de política pública de los partidos, sus candidatos y sus gobernantes. Esto ocurre en una coyuntura en la que el marketing publicitario sustituye a la propuesta como medio para convocar a los electores, en que la crisis programática de los partidos se manifiesta en la superficialidad de sus discursos políticos, y en que la subordinación al poder político y económico hegemónico globalizado coloca a los organismos multinacionales (FMI, Banco Mundial, OCDE, etcétera) como los hacedores omnipresentes, todopoderosos e indiscutibles de la política interna.
Otra lamentable implicación de esta pantanosa arena política es que, a nombre de la búsqueda de una indefinible gobernabilidad, y de "la satisfacción de los intereses de todos" -hasta donde sabemos, estructuralmente opuestos por razones de situación de clase-, se navega en el mar revuelto de las "políticas de Estado", los "pactos estratégicos" o los "acuerdos coyunturales", siempre de tipo cupular, excluyentes de la mayoría de la población, que dejan de lado o borran las diferencias programáticas y políticas de los partidos y, más importante aún, de los sectores sociales a los que quieren o dicen representar.
Así, la obligación de gobernar que tienen los elegidos por el voto popular, según la plataforma política que presentaron a los electores, y la obligación de vigilar este ejercicio y de oponerse a los actos de gobierno de quienes fueron votados por los ciudadanos pero no obtuvieron la mayoría, se diluyen en el gatopardismo de los acuerdos cupulares y las alianzas coyunturales. Esto, para evitar el desgaste de una política o, inversamente, para sacar del poder al partido gobernante, independientemente de la decisión de los electores y los militantes partidarios, o los intereses defendidos, al menos formalmente, por las partes. La lógica de la democracia republicana, representativa y participativa, es engullida entonces por las conveniencias de la "clase política".