domingo Ť 15 Ť julio Ť 2001

Néstor de Buen

El maestro Mario de la Cueva

El pasado miércoles 11 de este lluvioso mes de julio, la UNAM rindió un cálido homenaje a un maestro ejemplar: Mario de la Cueva, con motivo del centenario de su nacimiento.

Mis recuerdos de Mario de la Cueva, ciertamente el laboralista más distinguido de América, y no dudaría mucho en incluirlo con la misma categoría en cualquier parte del mundo, especialmente Europa, son variados. Lo que es una forma discreta de decir que en nuestra relación hubo de todo, pero casi todo excelente.

No fui su alumno de derecho del trabajo en la licenciatura. Mis responsabilidades económicas, en una etapa muy difícil pero enseñadora, ya que mi padre había fallecido cuando yo cursaba el tercer año de la carrera y nos quedamos en condición económica muy precaria mi madre, mis tres hermanos y yo, no me permitía elegir horarios. La entrada a la chamba, a las 9 de la mañana, no daba oportunidades. Y quiero suponer que, además, porque no me interesaba en particular el derecho del trabajo. En cambio disfruté de su cátedra de estudios superiores de derecho público, en el doctorado. Y quizá por ello mismo -y en el homenaje lo dijo en su magnífico discurso Jorge Carpizo- siempre creí que el maestro estaba más interesado en la teoría general del Estado y en el derecho constitucional que en el derecho del trabajo.

Su clase era convincente. No sólo explicaba sino que gozaba con sus argumentos que en aquellos tiempos, 1952, ya evidenciaban una posición política de izquierda, arraigada en el marxismo y con un sentido social emocionante.

Me había inscrito, con audacia no justificada, para una oposición a un segundo curso de derecho civil de la que nunca tuve noticia exacta de cuándo se iba a celebrar y finalmente no me presenté. Pero un día me llamó el maestro, entonces director de la Facultad de Derecho, y me propuso una sustitución, en una hora infeliz, de 10 a 11, nada menos que de don Francisco H. Ruiz, un civilista de abolengo, y sólo por un mes. Acepté y empecé a dar clases de bienes, derechos reales y sucesiones en el mes de mayo de 1953. Entraba a clase aterrorizado, con el miedo de que se me acabara el tema y ese miedo intenso me duró por lo menos tres años y quién sabe si aún me queda algo.

Don Francisco H. Ruiz, que había aprobado mi tesis y presidido mi examen profesional, ya no regresó. Me supongo que se quedó tranquilo a la vista de que un joven audaz, de 27 años, se atreviera a ocupar, no su lugar, sino simplemente el asiento de su cátedra.

Pasaron muchas cosas. Roberto Mantilla Molina, ya director de la facultad, me dejó sin clases en represalia por no haber presentado la oposición. Pero no tardó, en otro apuro, en llamarme. Me conocía por mis colaboraciones en el Instituto de Derecho Comparado que él había dirigido. Y ahí me quedé.

Muchos años después el maestro De la Cueva me hizo el honor de presidir mi examen de grado con un sínodo espectacular que integraban con él Antonio Martínez Báez, Eduardo García Máynez, Rafael Rojina Villegas y Rafael de Pina Milán. Dijo, y no se me olvida, que el examen había sido una fiesta de la cultura.

Estuvimos juntos en el Congreso Iberoamericano de Derecho del Trabajo que se celebró en Sevilla, ¡nada menos!, en 1970. Después me invitó a acompañarlo en la organización del Congreso Iberoamericano celebrado en México, bajo su presidencia, en 1975.

En una reunión de juntas de Con-ciliación y Arbitraje celebrada en Guadalajara, me tocó intervenir y criticar algunas de sus ideas y las de Alberto Trueba Urbina, exactamente enfrente de los dos, que estaban sentados juntos aunque no se podían ni ver.

En esa ocasión, Enrique Alvarez del Castillo y Virginia, su esposa, Manuel Alonso Olea y Angelines, Nona y yo, cenamos con el maestro en un restaurante típico y disfrutamos de su charla, de su buen humor, de su gran capacidad de contar anécdotas.

Me declaré su admirador pero también crítico de su obra en el primer tomo de mi Derecho del trabajo. No le hizo gracia. Y en el último congreso internacional en que estuvimos juntos me atacó ferozmente, sobre un tema de justicia social, sin mencionarme por nombre. No quise, aunque pude, replicar. Estaba enfermo, ya terminal. Y, sobre todo, rodeado de sus amigos iberoamericanos y a mí me merecía un enorme respeto y un extraordinario afecto.

Siempre he dicho que en el siglo XX los dos juristas mexicanos más distinguidos han sido Mario de la Cueva y Eduardo García Máynez. Y no sólo en México.