Jornada Semanal,  15 de julio del 2001 
Andrea Blanqué

Mariana de Alcoforado: monja, escritora, amante

 
Las cartas de la monja portuguesa han resistido el paso del tiempo y son, en nuestro momento, el testimonio de un amor que triunfó sobre las prohibiciones y la distancia a través de la palabra. "De no haber sido por la desdichada monja encerrada, el militar francés jamás hubiera subsistido en la Historia a los embates de la muerte y el olvido", nos dice la ensayista uruguaya Andrea Blanqué en este notable trabajo sobre Mariana de Alcoforado, monja, escritora y amante, y su casi anónimo enamorado, el señor conde de Saint-Léger.

En enero de 1669 una librería próxima a la Sainte Chapelle de París mostraba una novedad en su vidriera. Se trataba de un pequeño volumen, de ciento ochenta y dos páginas, cuyo abultado cuerpo de letra demostraba que el texto allí contenido era breve pero que ameritaba una edición propia. El título aparecía en francés –Lettres portugaises– pero un subtítulo aclaraba que se trataba de una traducción. Las cartas habrían sido escritas entre diciembre de 1667 y junio de 1668 por una monja portuguesa, y enviadas a un gentilhombre francés, quien a su vez las habría hecho circular entre sus amistades, hasta llegar a la forma de libro.

El volumen tuvo un éxito inmediato, que puede atribuirse a la moda que entonces cundía entre los franceses y que se prolongó a lo largo del siglo XVIII, moda llevada a cabo entre las preciosas, en los tocadores, que consistía en leer epistolarios amorosos.

Pero el éxito podría haber quedado allí, en aquella moda; sin embargo, hasta el presente las Cartas de amor de la monja portuguesa continúan siendo ávidamente leídas en todos los idiomas a los que han sido traducidas, reeditadas una y otra vez, y hasta llevadas al teatro. Hoy, en el siglo XXI, los cinco textos que una monja encerrada en un convento de una ciudad del sur de Portugal escribió para que llegasen a manos de su ex amante, quien había partido a Francia, tienen una asombrosa modernidad atribuible a su verdad esencial y a su desnudez, sin el adorno inútil de la moda.

Mentiras verdaderas

Cuando el libro comenzó a circular en Francia, se supo que las cartas habían sido escritas por una monja portuguesa llamada Mariana. Luego, en posteriores ediciones, trascendió que su destinatario era una caballero francés llamado Noel Boutton de Chamilly, conde de Saint-Léger. No faltó quien dudara de la veracidad de esas cartas, atribuyéndolas a una mente imaginativa. Se dice que entre los interesados en negar la autenticidad de las cartas estaba la propia familia de Mariana, los poderosos Alcoforado, que intentaron atribuir esos textos a Guillerragues, un recopilador de cartas de soldados franceses de las guerras en Portugal.

No obstante, ni la propia Mariana de Alcoforado ni el propio Monsieur de Chamilly las negaron, aunque tuvieron tiempo para hacerlo, porque ambos tuvieron tiempo para hacerlo, porque ambos murieron longevos: ella a los ochenta y tres años, en 1723, en Beja, Portugal, luego de más de sesenta años de la volcánica pasión que la llevó a escribir esas maravillosas palabras. Él murió a los ochenta años, en Francia, prisionero de la senilidad, después de haber vivido una existencia de éxitos militares y un matrimonio tardío con una dama rica. Muchas veces se ha dicho que, de no haber sido por la desdichada monja encerrada, el militar francés jamás hubiera subsistido en la Historia a los embates de la muerte y el olvido. Saint-Simon dice de él "que le había hecho Dios tan tosco y tan necio que al verle y oírle no se comprendía que ninguna mujer se hubiera prendado de él".

Pero lo cierto es que las cartas de Mariana de Alcoforado eternizaron al menos ese amor, ya que no al amante en sí. "Escribo para mí más que para ti. Busco con ello aliviar mi corazón", dice en la segunda carta Mariana. Sostenía la escritora gallega Emilia Pardo Bazán que la monja portuguesa era el espejo de todas las enamoradas. Todo aquel que lee las cinco cartas experimenta una intensa pesadumbre ante la vulnerabilidad humana que sustentan. Por otro lado, la precisión exacta con que se describen los sentimientos amorosos se ve unida a una pavorosa pérdida del pudor. El lector asiste con asombro a una pérdida de todo límite por parte de la voz enamorada. Aunque en teoría estas cartas eran escritas para un destinatario individual y fueron difundidas a espaldas de quien las escribió –una de las tantas tradiciones de que fue objeto–, puede presentirse en ellas un afán de proclamar su desgracia a los cuatro vientos: "Quiero que toda la gente lo conozca, no hago misterio de nuestras relaciones, me precio de haber atropellado por ti toda especie de decoro. Sólo en amarte perdidamente toda la vida hago consistir mi honra y mi religión." Por eso, el hecho de que hayan sido publicadas por un editor voraz tal vez no deje de ser un hecho de justicia histórica.

Monja y amante

Para aquel que descrea que esa obra maestra de la literatura amatoria fue escrita por una monja real, encerrada en un convento desde la infancia, no faltan sin embargo testimonios y documentos descubiertos por sesudos biógrafos que demuestran que, efectivamente, Mariana de Alcoforado existió.

Aunque resulte increíble, las cartas fueron primero difundidas en francés y sólo en 1819 fueron llevadas nuevamente a su lengua de origen, la portuguesa. Pero su original fue realizado en una celda de un convento de la antigua ciudad de Beja, en el Alentejo, una llanura del Sur de Portugal próxima a la frontera con España. Las cartas fueron destinadas al militar Monsieur de Chamilly –que también existió– luego de que éste abandonase Portugal para dirigirse nuevamente a su tierra natal, Francia.

Los estudiosos Luciano Cordeiro y Manuel Ribeiro demostraron con abundante documentación que Mariana de Alcoforado, nacida en 1640, era la segunda de ocho hermanos de una poderosa familia portuguesa, con un padre recaudador de impuestos lleno de firme patriotismo en momentos en que Portugal se independizaba del yugo español. Para poder delegar su fortuna a sus tres hijos varones sin desparramarla en dotes, el padre de Mariana procedió como era usual en aquellos tiempos: casó a la primera hija, pero a la segunda, a la tercera y a la quinta las colocó en un convento. Mariana fue la que inició ese éxodo de hijas hacia dentro de las paredes de piedra del convento de la Concepción. Aún no tenía cumplidos los once años. El padre la entregó a la abadesa en una ceremonia solemne, a la que acudía una serie de hombres con el propósito de hacer constar cuán importante era para la sociedad toda aquella transacción: junto al padre estaban el vicario del convento, el procurador general y el mayordomo del padre. A cambio de dejar allí a su hija, don Francisco de Alcoforado ofrecía trescientos mil reis en monedas de plata.

Marianita no pasó mal aquellos años. Entre los once y los dieciséis será una educanda en estado de pupila. Había muchas niñas correteando por los pasillos y la huerta del convento, que era inmenso. Una buena cantidad de monjas se ocupaban también de las niñas. Tal vez Mariana no extrañó a la madre: no era el momento de la familia nuclear todavía y los niños, en las clases nobles, se criaban entre gobernantas.

El convento no ofrecía el regazo de una madre pero sí una gran cantidad de beneficios a aquellas niñas: hoy se rescata la importancia de los conventos para las mujeres como centros donde podían adquirir una cultura mucho más sólida que si hubieran seguido el camino del matrimonio. En los conventos no sólo aprendían a bordar sino que además de leer y escribir, aprendían latín, cálculo y teología, entre otras ciencias. A los dieciséis años, Mariana fue confirmada como novicia, y poco más tarde todos descubrirían en ella una lucidez evidente y una notable inteligencia. Fue nombrada archivera, a cargo de las cuentas del convento y especialmente de la correspondencia, lo cual la supone ejercitando su pluma, inclinada sobre papeles, leyendo y escribiendo.

No hay que idealizar tampoco la vida de Mariana antes de que su destino se cruzara con Noel de Boutton: "Yo era mocita, crédula, me habían encerrado desde niña en el convento, a mi lado no vi nunca más que gente buena, jamás nadie me había lisonjeado." La monotonía debía ser aplastante, a pesar del lujo y la comodidad con que vivían aquellas monjas de origen aristocrático, que estaban allí por motivos a menudo muy distantes de la vocación religiosa.

En efecto, no solamente los padres ricos que preferían repartir su fortuna entre sus vástagos varones dejaban allí a sus hijas. También había viudas que preferían preservar su "decoro", viudas con hijos que no querían dilapidar la herencia de éstos, chicas a quienes sus padres protegían después de haber dado "el mal paso", y hasta púberes que esperaban allí a tener edad suficiente para casarse con sus prometidos. Tal vez no fueran mayoría las vocacionales.

La presencia de Dios no campea por las palabras de Mariana de Alcoforado: "¡Pudiera yo salir de este aborrecido convento y no esperaría en Portugal a que se cumplieran tus promesas!" Uno de los elementos más dramáticos de las cartas es la confirmación de la terrible soledad en que se halla esa mujer, no sólo por ser una monja encerrada en su celda, sino por estar encerrada en un amor del cual no hay salida: "¡Ay de mí, cuán digna soy de lástima por no poder dividir contigo mis penas y por verme sola, enteramente sola, entre tanta desventura!"