EL CAMPO: FOCOS ROJOS
Desde
el sexenio antepasado diversos sectores políticos, académicos
y sociales han venido alertando sobre los desastrosos efectos que tiene
para el campo mexicano el modelo económico vigente: la apertura
de las fronteras a las importaciones agropecuarias --en el contexto del
TLC y la doctrina aperturista y desreguladora en general--, la liquidación
de instrumentos de compensación como Conasupo, la eliminación
de subsidios y programas, así como la falta de interés de
la mayor parte de la clase política hacia el agro se traducen, hoy,
en una situación de emergencia cuyas primeras expresiones son los
conflictos en curso de los cañeros, los maiceros y los arroceros.
Si no se actúa ahora, pronto se sumarán a ellos circunstancias
de catástrofe entre los productores de café, frijol, sorgo,
algodón y trigo, entre otros.
Este panorama alarmante fue examinado ayer en la presentación
del libro El neoliberalismo en el sector agropecuario en México,
en la que varios investigadores universitarios apuntaron la falta total
de futuro a la que las políticas económicas condenan a más
de 20 millones de habitantes de las zonas rurales; de esa cifra, destacaron
los especialistas, casi 70 por ciento --vale decir, 15 millones de mexicanos--
no tiene ninguna perspectiva laboral en el sector agrícola.
En materia de políticas agrarias, los sucesivos
gobiernos desde 1988 a la fecha han larvado un estallido social que puede
tener consecuencias desastrosas para la paz, la estabilidad política
y económica y la integridad nacional.
Ocupados en aplicar los postulados neoliberales de manera
casi fundamentalista, los gobernantes nacionales no parecen haber reparado
en el dato de que los países industrializados --Japón, Unión
Europea y Estados Unidos-- preconizan la apertura de mercados por parte
de terceros y el libre comercio en general, pero protegen férreamente
a sus agricultores con subsidios y barreras arancelarias.
Un caso paradigmático es la determinación
japonesa de no permitir la importación de un solo grano de arroz
extranjero y de financiar el carísimo cultivo local de ese cereal;
el país asiático tiene claro que de la preservación
de sus campos arroceros, por poco rentable que resulte, dependen en buena
medida su identidad, seguridad, soberanía y estabilidad social.
En contraste, nuestros gobiernos han optado por dejar
sin arraigo ni medios de vida a 15 millones de conciudadanos. No hay sitio
para ellos en la planta industrial ni el sector servicios; no hay, tampoco,
infraestructura habitacional ni condiciones mínimas para alojarlos
en las ciudades.
Una sexta parte de la población nacional se encuentra,
pues, ante una encrucijada amarga: agregarse a los ámbitos de la
marginación urbana extrema --vale decir, mendicidad, prostitución,
delincuencia o, en el mejor de los casos, comercio de subsistencia en la
vía pública--, internarse en los infiernos de la frontera
norte con la esperanza de no morir en el intento, dejarse reclutar por
el narcotráfico o sumarse a organizaciones armadas cuyos principales
semilleros son, por supuesto, las regiones campesinas más deprimidas
y marginadas del país.
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