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México, D.F. miércoles 18 de julio de 2001
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Editorial

EL CAMPO: FOCOS ROJOS

SOLDesde el sexenio antepasado diversos sectores políticos, académicos y sociales han venido alertando sobre los desastrosos efectos que tiene para el campo mexicano el modelo económico vigente: la apertura de las fronteras a las importaciones agropecuarias --en el contexto del TLC y la doctrina aperturista y desreguladora en general--, la liquidación de instrumentos de compensación como Conasupo, la eliminación de subsidios y programas, así como la falta de interés de la mayor parte de la clase política hacia el agro se traducen, hoy, en una situación de emergencia cuyas primeras expresiones son los conflictos en curso de los cañeros, los maiceros y los arroceros. Si no se actúa ahora, pronto se sumarán a ellos circunstancias de catástrofe entre los productores de café, frijol, sorgo, algodón y trigo, entre otros.

Este panorama alarmante fue examinado ayer en la presentación del libro El neoliberalismo en el sector agropecuario en México, en la que varios investigadores universitarios apuntaron la falta total de futuro a la que las políticas económicas condenan a más de 20 millones de habitantes de las zonas rurales; de esa cifra, destacaron los especialistas, casi 70 por ciento --vale decir, 15 millones de mexicanos-- no tiene ninguna perspectiva laboral en el sector agrícola.

En materia de políticas agrarias, los sucesivos gobiernos desde 1988 a la fecha han larvado un estallido social que puede tener consecuencias desastrosas para la paz, la estabilidad política y económica y la integridad nacional. 

Ocupados en aplicar los postulados neoliberales de manera casi fundamentalista, los gobernantes nacionales no parecen haber reparado en el dato de que los países industrializados --Japón, Unión Europea y Estados Unidos-- preconizan la apertura de mercados por parte de terceros y el libre comercio en general, pero protegen férreamente a sus agricultores con subsidios y barreras arancelarias. 

Un caso paradigmático es la determinación japonesa de no permitir la importación de un solo grano de arroz extranjero y de financiar el carísimo cultivo local de ese cereal; el país asiático tiene claro que de la preservación de sus campos arroceros, por poco rentable que resulte, dependen en buena medida su identidad, seguridad, soberanía y estabilidad social.

En contraste, nuestros gobiernos han optado por dejar sin arraigo ni medios de vida a 15 millones de conciudadanos. No hay sitio para ellos en la planta industrial ni el sector servicios; no hay, tampoco, infraestructura habitacional ni condiciones mínimas para alojarlos en las ciudades. 

Una sexta parte de la población nacional se encuentra, pues, ante una encrucijada amarga: agregarse a los ámbitos de la marginación urbana extrema --vale decir, mendicidad, prostitución, delincuencia o, en el mejor de los casos, comercio de subsistencia en la vía pública--, internarse en los infiernos de la frontera norte con la esperanza de no morir en el intento, dejarse reclutar por el narcotráfico o sumarse a organizaciones armadas cuyos principales semilleros son, por supuesto, las regiones campesinas más deprimidas y marginadas del país.
 

 

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