Horacio Labastida
Universidad en el siglo XXI
Creo que el reciente libro de Pablo González Casanova, La universidad necesaria en el siglo xxi (Era, 2001), es contribución de gran importancia a la idea de la enseñanza superior en las actuales y adversas circunstancias mexicanas, sobre todo si en cuenta se tienen los dos compromisos esenciales que sustancian el quehacer universitario en la conciencia del pueblo que lo anima y sustenta. El primer compromiso pleno es la verdad, junto con la ciencia que permite develarla en la naturaleza y la sociedad, así como sus muy variados usos y aplicaciones, tan delicados y tensionales que exigen, para llevarlos adelante, un enhebramiento de la verdad con el segundo compromiso universitario, el moral, o sea la traducción de verdad en bien común excluyente de la cosificación inervada en cualquier forma de opresión angostante o purgante de la libertad humana.
La historia de México muestra dos estelares momentos desenajenantes del claustro académico. El que inició la generación ilustrada de Valentín Gómez Farías y José María Luis Mora, orientado a la expulsión del sistema dogmático que introdujo la Colonia a través de la Real y Pontificia Universidad, acordada por Felipe II en 1551, y puesta en marcha dos años después, liberación ciertamente lograda hasta que la República derrotó al partido conservador en la Guerra de Tres Años (1858-61), a los invasores de Napoleón III y al llamado Segundo Imperio (1864-67). Apoyándose en estos hechos y en la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma de 1859, el presidente Benito Juárez y su ministro Martínez de Castro formaron la comisión de educación que escuchó a Gabino Barreda, y con la dirección del sabio discípulo de Comte resultó inaugurada la Escuela Nacional Preparatoria, abanderada en el positivismo que puso fin al dogmatismo virreinal.
El otro extraordinario momento estalló en 1929. La huelga estudiantil encabezada por Alejandro Gómez Arias y Salvador Azuela terminó en una victoria inolvidable: el entonces presidente Emilio Portes Gil decretó la autonomía universitaria que desde entonces acentúa la radicalidad axiológica de la libertad de cátedra e investigación frente al autoritarismo que escóndese tras bambalinas del presidencialismo autoritario que iniciaron Obregón y Calles, en el lapso que separa el asesinato de Venustiano Carranza y la caída del jefe máximo de la Revolución, acontecimiento este que ocurrió en el segundo año de la administración de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Más o menos tres lustros adelante, con motivo de las graves perturbaciones que sufrió la universidad durante las recto-rías de Brito Fouché, Samuel Ramírez Moreno y José Aguilar Alvarez (bienio 1942-44), la Junta de Gobierno presidida por Alfonso Caso pergeñó la Ley Orgánica de 1945, que hasta la fecha reglamenta a la institución fundada por Justo Sierra en 1910.
Pero en nuestro tiempo las cosas son mucho más graves y sutiles que en 1867 y 1929. Una viva claridad de pensamiento asiste a González Casanova cuando señala que los superpoderes económicos y militares buscan hoy reducir al hombre a instrumento de las ganancias y acumulaciones de capital que le son indispensables para reproducir una y otra vez sus privilegiadas posiciones de dominio, servidumbre que por lo demás arrincona y trata de aniquilar el juicio crítico redentor de la dignidad de las gentes y sus familias. Herbert Marcuse llamó a este empeño de la ideología neoliberal: la unidimensionalización del espíritu humano, o sea, suprimir la capacidad de objetar la validez del proyecto mutilante que enarbola el elitismo trasnacional contemporáneo. Hacer de los pueblos un insumo en la contabilidad de las empresas multinacionales es la finalidad suprema del poder metropolitano. Y éste es precisamente el reto de la universidad de nuestro siglo: ¿cómo preservar la libertad del hombre y consecuentemente la aptitud crítica que lo mantiene y perfecciona como ser pluridimensional? Si al antidogmatismo y a la autonomía agrega la universidad tanto una alta calidad en la enseñanza de ciencias y humanidades, cuanto una vida democrática que garantice al interior el procesamiento adecuado de las demandas y aspiraciones de la comunidad de profesores, alumnos y trabajadores, y al exterior un enlace sin solución con la sociedad que la cobija, si esto se fortalece y enriquece por una práctica sistemática y general, la universidad es y será sin duda una institución que contribuya a impedir la caída del hombre en la lógica de su autodestrucción; es decir, en la trágica inmolación de la libertad. En Doctor Faustus escribió Thomas Mann que la única manera de frenar la barbarie es acudir a las ciencias humanistas y cultivar "el ideal del hombre bello y libre". ¿Acaso hay otro modo de expulsar lo demoniaco?