DOMINGO Ť 29 Ť JULIO Ť 2001
MAR DE HISTORIAS
Mi amor lindo...
CRISTINA PACHECO
Carlos pone junto a la taza de café el sobre rotulado con tinta roja. Sólo mirarlo le recuerda el contenido de la carta: "Mi amor lindo: Ƒcómo me le va?" Una sonrisa alegra su cara. La primera vez que conversó con Becky, aquí en San Diego, lo perturbó que ella empleara esa misma expresión para saludarlo: "Mi amor lindo, Ƒcómo me le va?" El se concretó a sonreírle y, sin darse cuenta de su descortesía, la abandonó a la entrada de la sala de juntas para ir al encuentro de Andrés, otro colega.
Por la noche, cuando coincidieron en el restaurante del Centro de Investigaciones Ecológicas, ella mencionó su interés por visitar la ciudad de México. El volcó su incipiente nostalgia: "Está deshecha, pero aun así vale la pena visitarla". Habló del Centro Histórico, de Xochimilco, de los pueblos remotos enclavados en las delegaciones. Becky le comentó que había visto fotos de todo eso. El no supo qué decir. Becky se distrajo mirando a través del ventanal. Luego se acodó en la mesa y le sonrió: "La gente de México me gusta mucho porque se parece a nosotros los colombianos. Aunque siento que somos mucho más efusivos y en ocasiones eso se presta a confusión. Uno allá se saluda de mi amor y con los mexicanos puede ser muy peligroso".
Carlos no pudo menos que soltar una carcajada. Ella lo señaló con el índice y rió también, sin mirarlo. En un tono que parecía íntimo, continuó: "Esta mañana, cuando lo saludé, usted salió corriendo y me dejó hablando sola..." Carlos se disculpó: "Perdóneme si fui descortés. Hacía mucho tiempo que no me encontraba con Andrés y cuando lo vi..." La mirada de Becky acabó de vencerlo: "Lo siento. Siempre he sido un hombre muy tímido".
El resto de la conversación giró en torno al alojamiento, los planes de trabajo, las instalaciones. Becky celebró que hubiera tantas facilidades: "Es la primera vez que vengo a este centro y me sorprende que tengamos Internet en cada cubículo. Además de las ventajas para el trabajo, eso me evitará escribir cartas".
Esa frase devolvió a Carlos a la conversación. Se había pasado los minutos, más que escuchando, mirando a Becky. Nada era especial en su rostro y sin embargo la desnudez de sus ojos y el color malva de sus labios lo tenían fascinado, sin que él se diera cuenta. "ƑNo le gusta escribir cartas?" Ella respondió como si estuviera conversando con un viejo amigo: "Mi amor, claro que sí, pero no hay tiempo; además, tardan una eternidad en llegar, si es que llegan. Así que uno se pasa la vida esperando contestación. Es algo que no soporto. Ay, mi amor, no me diga que usted sí".
En vez de contestar él mencionó otra alternativa: "Tenemos el teléfono, aunque claro, no se puede decir lo mismo". La expresión alegre de Becky desapareció, miró el reloj y le preguntó: "ƑCree que sea muy tarde para hacer una llamada?" No esperó la respuesta y salió precipitadamente del restaurante.
Por su trabajo Carlos viaja con frecuencia. Muchas veces había estado solo ante una mesa; sin embargo, esa noche, en cuanto Becky se despidió, se sintió incómodo. Desde lejos vio a Andrés charlando con otros colegas y fue a reunirse con ellos. Más tarde, en su habitación, llamó a su mujer. "Son las diez, Ƒte pasa algo?", le preguntó Estela en cuanto oyó su voz. El no se atrevió a decirle que la extrañaba y se mostró tan jovial como pudo: "No me pasa nada. Estoy bien. ƑPor qué me lo preguntas?" "No sé. Siempre que te vas me quedo con el temor de que suceda algo. Tan lejos, con desconocidos..." "Esta vez no. ƑSabes quién está aquí? Andrés. ƑTe acuerdas? Lo llevamos al centro y a Xochimilco". Estela no se acordaba.
II
Carlos se frotó los ojos y tomó el sobre escrito con tinta roja. Le parecía increíble que su esposa, movida por los celos, se lo hubiera robado para leer el contenido. "Discúlpame, sé que hice algo horrible; pero ponte en mi lugar: Ƒqué pensarías si descubrieras en el recibo telefónico que hago llamadas constantes a... no sé, a cualquier parte, y luego me encuentras una carta?"
Carlos no supo qué responder. Se sentía desconcertada por la confesión de Estela y al mismo tiempo envanecido de que siguiera considerándolo, a su edad, un hombre capaz de aventuras amorosas. En aquel momento Estela se aferró a su brazo y le pidió perdón: "Fui una estúpida. No sé qué me pasó. De pronto me entraron sospechas". "ƑPero de qué?" La respuesta de Estela había sido clara: "De que hubieras conocido a una mujer más joven y de que te hubieras enamorado de ella. Como desde el principio te decía mi amor"... Carlos no pudo contener la risa y acabó por hacerle la aclaración que Becky le había hecho en el restaurante del Centro de Investigaciones Ecológicas.
Estela también se rió, le pidió disculpas y le dijo cuánto se habían alegrado ella y su hermana Luisa cuando leyeron el párrafo de la carta en que Becky se refería a la salud de su hija Nélida, el nacimiento de su nieta y el próximo viaje a Colombia.
III
Por el ventanal entra una luz clara que desdice la proximidad de la noche. Entre los comensales no hay ninguno al que Carlos haya visto en reuniones anteriores. Lo único familiar en el centro es el sobre que permanece junto a la taza de café. Lo abre y extrae la carta. Desde que su mujer se la devolvió no ha vuelto a leerla. "Mi amor: Ƒcómo me le va?" Carlos se desliza rápidamente por los párrafos: "Lo que es la juventud: mi hija todavía no sale del hospital y ya está haciendo planes para que viajemos a Colombia. Está ansiosa de que los suegros conozcan a su nieta. Se llamará Zamira. Dicen que se parece a mí".
Carlos retrocede en la lectura: "para que viajemos a Colombia..." Es una referencia muy vaga, como si Becky hubiera decidido perderse, aunque en la posdata haya agregado: "Prometo enviarle la primera fotografía que le tomemos a Zamira para que me diga si usted cree que realmente se parece a mí". Carlos cierra los ojos y se pregunta cómo habrá sido Becky de niña. Como tantas otras cosas lamenta no habérselo preguntado. Tendrá que conformarse con adivinarlo cuando ella cumpla la promesa de enviarle la foto de su nieta.
La esperanza de recibir un sobre desde alguna parte de Colombia lo alegra. Así podrá restablecer el contacto con Becky. Carlos siente el impulso de escribir en ese momento una carta para contarle a su amiga la tormenta que desató el sobre rotulado con tinta roja. "Se morirá de risa". Se lleva la mano al bolsillo en que guarda su pluma. Al abrir su portafolio se da cuenta de que entre los informes y tesis no está su block amarillo. Maldice el descuido. Luego procura convencerse de que debe esperar hasta que Becky le envíe noticias; sin embargo, por alguna razón, comprende que si en ese momento no escribe la carta no lo hará nunca.
Toma la hoja que le mandó Becky y decide utilizar el anverso. Será divertido que ella lea sus noticias y al mismo tiempo recupere la carta enviada hace cuatro meses. Una ráfaga de pesimismo lo asalta: quizá ella no lo recuerde; tal vez esté tan embebida en su nieta que ni siquiera tenga tiempo para leer. Al fin cede al deseo:
"Muy querida Becky: desde que recibí su carta tuve muchas ganas de contestarla. No lo hice porque no sabía adónde enviarla, ya que usted sólo mencionó que pensaba irse a Colombia, pero no me dijo ni la localidad donde iba a radicar ni su dirección".
Carlos lee lo que escribió y descubre un vago tono de reproche que lo avergüenza. No hay forma de corregir el párrafo. Si tuviera su block a mano podría recomenzar en una hoja limpia. Resignado continúa: "La foto de Zamira es preciosa. Y sí se parece a usted: tiene sus ojos y la forma de sus labios. ƑAdvirtió que los miraba con ansia?" Como si alguien estuviera leyendo sobre su hombro, Carlos tacha la última frase. La enmendadura se ve horrible pero opta por seguir escribiendo. No puede: esa línea oscura es otra frontera insuperable. Toma la hoja y la destruye.