ANDANZAS
Ushio Amagatzu, danza portentosa
Ť Colombia Moya
FINALMENTE LAS EXPECTATIVAS sobre el tan anunciado evento de danza Butho con la compañía Sankai Juku, del coreógrafo japonés Ushio Amagatzu, se vieron más que colmadas en las tres únicas funciones -el 25, 26 y 27 de este lluvioso julio- que el INBA presentó en el máximo Palacio de las Bellas Artes, con una audiencia que sin histeria aplaudió larga y serenamente, imbuida quizás por la profundidad del espectáculo que acababa de presenciar. La alegría, el júbilo, la emoción, plenitud y ánimo colmado, más que satisfecho, reconfortaba a la gente que asombrada aún, había tenido la suerte de apreciar el trabajo de este artista extraordinario, Ushio Amagatzu y su grupo de artistas.
UN ESPECTACULO tan redondo, tan completo, exquisito y maduro se convirtió paulatinamente en un compendio pletórico de los secretos de la vida, el espacio, la mente y el espíritu en equilibrio perfecto con la portentosa dinámica de la danza instalada en un quietismo imponente en el que una mano, los dedos, cualquier cosa, eran enormes, poderosas e impactantes.
Una huella de milenios, universal y cósmica amalgamó en el prodigio de la antidanza, la armonía perfecta del cuerpo y el Universo, la gravedad de la Tierra y el polvo de las estrellas, donde Ushio Amagatzu, nos hizo navegar, levitar digo, en un viaje insólito y pletórico de sensaciones y significados, tantos como cabezas participábamos de la maravilla. La sublimación, la síntesis del Japón, la esencia humana, de manera exquisita fundió diversidades donde ya el hombre ?mujer? criatura cósmica como alas de libélulas, diseñaba realidades contundentes surgidas del Kabuki, del Noh, del alarido de sirenas y blanquecina luz instantánea tarea y mortífera en las capas profundas del recuerdo. Entonces el agua, siembre el agua, la gota que incesante horada continente recreando la vida, el nacimiento una y millones de veces. Una gota de agua que con sus recipientes, su iluminación y estos bailarines por momentos espectrales, desnudos de toda humanidad, parecían criaturas inmortales, asexuadas o divinas; extraños seres de otra galaxia, porque Amagatzu logró trasponer los linderos de lo real, lo corpóreo para convertirse en pensamiento puro. Ese grupo de escasos seis hombres, cada uno de ellos de gigantesca proyección y presencia, con la música de Takasi Kako y Yoichiro Yoshikawa, verdaderamente geniales, alma y cuerpo astral de la obra, y los diseños escenográficos y de vestuario del propio Amagatsu, nos hacen comprender de lo que es capaz el día de hoy Japón y su milenaria tradición bajo el tamiz del genio de este artista importantísimo quien ha dado un paso más hacia el mundo nuevo de la danza del siglo XXI.
SIN DUDA ALGUNA, nuestros espíritus, con el aliento contenido, en un silencio impresionante, se alimentaban mágicamente del hechizo de la danza portentosa de Hibiki, nombre de la obra en cuestión. No se cuentan con los dedos de las manos los espectáculos que producen este efecto en el público. Sankai Jukú, Ushio Amagatzu, Hibiki, son nombres para recordar, su sencillez, su modestia y humildad, recostados en la contundencia de quien ha encontrado el secreto, sin altavoces ni verborrea publicitaria, sin la retórica lamentable de quien quiere, pero no puede, convencernos enriquecieron nuestra esperanza y fortalecieron nuestras convicciones porque nos mostraron el prodigio de la sacralidad, lo divino en la danza al pequeño hombre haciendo milagros con el lastre de su propia naturaleza para recordarnos que su valor, audacia sin límites, esta claridad profética y visionaria, sin duda nos libera de la penosa carga de la insolvencia espiritual, en que este mundo de hoy, descastado y absurdo, nos tiene atrapados.