LUNES Ť 30 Ť JULIO Ť 2001

León Bendesky

Liberalismo asfixiado

Russell Jacoby ofrece un interesante punto de vista en su libro sobre el fin de la utopía. Ahí dice que "la vitalidad del liberalismo descansa en su flanco izquierdo, que opera como su acicate y su crítica. En la medida en que la izquierda renuncia a su visión, el liberalismo pierde su porte y se vuelve flácido e incierto". Añade que "la derrota del radicalismo desangra al liberalismo de su vitalidad" y que "un movimiento sísmico ha ocurrido en la realidad política y cultural. Para ponerlo contundentemente, el fin del comunismo destripa al radicalismo y debilita al liberalismo" (The End of Utopia, Basic Books, Nueva York, 1999).

En esta perspectiva se puede reconocer una buena parte de las condiciones políticas y del debate ideológico que se han ido desarrollando con eso que se ha llamado como la unipolaridad surgida del derrumbe de la Unión Soviética y la renovada hegemonía estadunidense. Ahí se ubican las dificultades para articular un proyecto político distinto al que sigue la globalización, como le ocurre al laborismo inglés o al socialismo español, entre muchos otros en todas partes del mundo. Ahí se encuentra, también, el límite que muestran las acciones que emprenden los grupos que quieren reformar el modo de funcionamiento del capitalismo actual y, al mismo tiempo, la incapacidad de los representantes de los gobiernos que se dicen de corte liberal, y que tienen que esconderse cada vez más de los grupos que los cuestionan, o bien, juegan el juego de la provocación y la represión como ha venido ocurriendo en diversos lugares hasta el más reciente caso de Génova.

Se sabe de la disyuntiva que existe entre democracia y liberalismo. Sobre ella advirtió Ortega y Gasset en sus Notas del Vago Estío (fechadas en agosto-septiembre de 1925). Presenta ambas como respuestas a dos distintas cuestiones de derecho político. La democracia aborda la cuestión de: Ƒquién debe ejercer el poder público?, y dice que ello corresponde a los ciudadanos; mientras que el liberalismo responde a la pregunta: Ƒcuáles deben ser los límites de ese poder?, es entonces una posición frente a los límites del poder, más allá de quien lo ejerza. El liberalismo plantea que el poder público "no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado. Es, pues, la tendencia a limitar la intervención del Poder Público". Ortega deriva de ello el carácter heterogéneo de estos principios: "Se puede ser muy liberal y nada demócrata, o viceversa, muy demócrata y nada liberal".

Hay ocasiones distintas en las que se hace más visible la dificultad para articular políticamente la democracia y el liberalismo. Uno de los terrenos en los que se manifiesta esa dificultad es la economía. La rigidez actual de la política económica aplicada en el marco de la supuesta libertad del mercado no acrecienta necesariamente las oportunidades de trabajo y de inversión para la mayoría de la población. Tiende, en cambio, a imponer una serie de restricciones que provocan la pérdida del bienestar, la concentración del ingreso y de la riqueza, la reducción de las oportunidades y una mayor incertidumbre. A pesar de que los gobiernos pretenden presentarse como una virtuosa combinación de democracia y liberalismo, esa imagen no puede sostenerse, por ejemplo, cuando en aras del equilibrio monetario y fiscal se limita el campo de acción de los individuos.

En esas circunstancias cede la democracia o el liberalismo y la ilusión se derrumba ante los ojos perplejos de la gente. Esto ocurre de manera repetida como ha sido el caso de los últimos veinte años en América Latina. Un caso sirve hoy bien como muestra. La democracia argentina reciente puso freno a una hiperinflación que se había vuelto altamente destructiva, pero las políticas liberales no consiguieron que la estabilidad alcanzada por decreto generara un crecimiento estable en términos financieros, y menos aún con beneficios duraderos que se extendieran entre la sociedad. La inestabilidad ha vuelto a estallar por la crisis fiscal del Estado y lo que hasta ahora ha cedido es el liberalismo impuesto en torno a un peso cuyo valor estaba estrictamente regulado frente al dólar. Ahora la libertad económica está sometida a un amplio proceso de ajuste fiscal que contiene la capacidad de acción de los agentes económicos y en algunos casos les reduce directamente su ingreso. La democracia no puede salir de esto sin cicatrices. Una la provoca el hecho que sea el mismo personaje que armó la convertibilidad del peso hace diez años el que tenga que ser llamado, otra vez, para desamarla, lo que indica una pobreza política muy grande. Otra es que el poder del presidente está fuertemente cuestionado tanto por el lado del Congreso como de la misma sociedad, en un proceso de desgaste que todavía se va a prolongar.

En toda la región, uno de los efectos visibles de la globalización ha sido el de las contradicciones entre la libertad que se ofrece en el mercado y las continuas limitaciones a las que se somete a la sociedad. En ese marco es en el que se ubica la más grande de las restricciones a la libertad que impone el capitalismo y que es la pobreza, para la cual la democracia resulta un consuelo muy limitado. Podrá la izquierda rearmar pronto un discurso y una práctica que hagan siquiera que el capitalismo del "pensamiento único" con su teoría económica y su quehacer político tenga que moverse o, como proponía Marx, hay que esperar que se colmen los espacios para que se hagan evidentes los conflictos. Ambas opciones no son excluyentes y la izquierda tiene que pensar más y mejor.