MARTES Ť 31 Ť JULIO Ť 2001

Tioleonardo

Ť Hermann Bellinghausen

Por 35 centavos

Cuando descendíamos del camioncito que por 35 centavos nos traía del último pueblo, en el entronque de la granja el tío Leonardo ya esperaba con su tractor y el remolque de cañas para ''cargarnos''. Era un gesto típico suyo, ceremonial y en juego. Para animalillos de ciudad como nosotros, confinados a departamentos de unidad y colmenares suburbanos que entonces todavía no se llamaban ''de interés social'' pero ya lo eran, caminar del entronque a nuestro destino hubiera sido lo de menos, si de lo que pedíamos limosna era de espacio y desfogarnos, soltar los frenos.

En comparación con los niños montaraces, incluidos mis primos, bastante tranquilos, nosotros resultábamos los salvajes. Pero las leyes del tío Leonardo había que acatarlas. Incluso para mí, ufano de mil desobediencias, la autoridad que ejercía el canijo era inapelable. La granja nos daba los mejores momentos del año, sin escuela, papás ni hermanas, pero sí primas. Y ese tío loquísimo que había hecho su vida en el campo, y tenía la cabeza ordenada en otra parte.

Para los niños de la granja, nuestra llegada era un acontecimiento no menor que para nosotros todo aquello. Esos días no se parecían a la vida cotidiana de nadie. Los hijos de las familias en la granja nos veían como a marcianos que hablaban chilango y creían venir del futuro. Ellos nos asombraban por ingenuos en las cosas según nosotros prácticas, y por sus incomparables malicia y comprensión de las cosas reales, como la 'cargada' de la vaca, la verga faraónica del burro, el parto de la yegua, o su manera de encuerarse en el río. Nos veíamos más grandes unos a otros, y eso generaba una atención fascinante entre todos.

El tío Leonardo preparaba ''pistas'' para celebrar nuestro arribo. Apenas la tía Lucha surtía la limonada, había que ponerse truchas porque la pista iba a comenzar. El tío se las arreglaba para hacer los acertijos del recorrido tan complicados para los fuereños como para los locales, siendo que las juventudes granjeras conocían al dedillo esas tierras, no que nosotros, no.

Un mensaje inicial, que leía ceremoniosamente el muy payaso desde el asiento de su tractor, indicaba en clave el primer punto del recorrido. Decía por ejemplo: ''Y el primer mapa está en... la piedra de los transistores''. No cualquiera, ni sus propios hijos, tenía por qué saber qué significaba. Pero el año pasado uno de nosotros había dejado caer tal vez su radio de transistores en alguna rocosidad determinada, y el tío lo encontró y devolvió al afectado sin que los demás se dieran cuenta. O cosas por el estilo.

Y a ver, atínale. En la dichosa piedra (sigue el ejemplo) esperaría un mapa, al revés, del Llano Angosto, que indicaría dónde vadear el río y llegar al palomar de los García sin ser vistos por el gendarme. Pero antes había que conseguirse un espejo para leerlo. Allí, la siguiente indicación nos enviaba al casco viejo, donde los de la cooperativa, al tanto del juego, nos prestarían el teléfono para llamar a la tía Lucha. Ella nos daría la siguiente pista, lo cual sería excepcional, ella nunca participaba, que supiéramos.

Una vez iba yo ganando, creía, pero al llegar al casco viejo, la prima Agueda, local, y gemela de la Ciria, venía del telefonema y me dijo con una inolvidable complicidad despectiva: ''Tenemos que llegar al Recinto. Sígueme''. ''¿Al qué?'', respingué, ígnaro absoluto.

Explicó Agueda mientras caminábamos que en el Recinto estaba prohibida la entrada. Alguien vivía allí que ninguno conocía, el Servando, un fantasma nocturno, amigo de Leonardo, que en el día no se dejaba ver y de noche salía a caminar, cuando todos dormían. Ladraban los perros y los niños en sus camas sabían: ahí va el Servando.

La extrañeza de la prima era mayor que la mía, pues sabía. Su complicidad pudo ser interesada, a lo mejor le sacó a ir sola al Recinto, y por eso compartió la pista y me pidió que la siguiera (no dijo ''acompáñame'', estoy seguro, pero eso quiso decir). Entonces yo no conocía a las mujeres, no pensé mal de ella. La hubiera seguido al fin del mundo. Qué puedo decir a su respecto sin quedarme corto. Era un poco mayor, que a esa edad es mucho, y me inspiraba una la idolatría sin esperanza, ni modo que le hiciera caso a un mocoso como yo.

Tardamos un buen rato en atravesar un pinar que yo no recordaba, hasta la cerca de palo que tenía la puerta ¡abierta!, se alucinó Agueda. Su gemela Ciria era tersa, amable, cursi, redondita. Esta era angulosa, burlona, feroz, nos imponía. Era la única capaz de criticar al tío Leonardo, que fue lo que hizo en ese momento: ''Está loco. Es peligroso traernos aquí. Date de santas que no veniste solo''. Vaya, el protegido era yo. Ajá, tú. Sin mí, agueda no se hubiera atrevido. Lento como soy, eso lo entendí demasiados años después, cuando ya no importaba.

Había anochecido, ¿ya lo dije? Entramos a un patio inusual. Estructuras de madera, brocales de pozo, tornos, guillotinas, cadalsos, qué sé yo. Un ave extraña nos esperaba bajo la luz del porche. Muy extraña: cuerpo de pavo y cabeza de macho cabrío. Así como lo oyen. Y Agueda dijo, decepcionada: ''Con que éste es el mensajero''. En el hocico (perdón, pero no era pico) el ave sostenía un hilo que entraba a la casa. Lo seguimos, y en la penumbra encontramos cerillos, una vela y una manta bordada sin terminar, de donde salía el hilo, escritas en rojo con fondo blanco las palabras: ''carne, castañas, consuelo''.

''Tres ces'' dijo Agueda y yo dije: ''cacareo, cacahuate, Cacahuamilpa''. Ella dijo: ''Definitivamente, el tío Leonardo está chaveta'' y yo asentí. La ''pista'' terminaba en el deshuesadero de fierros, que durante décadas se acumuló carros, arneses, tractores, arados, tinacos, ejes. El lugar donde el tío Leonardo descubrió que su vocación era la escultura, algo que entonces nadie conocía, y de esa basura extrajo los materiales de su gloria.

Hoy el tío Leonardo, que en paz descanse, es considerado un gran escultor, famoso y todo. Y pensar que esa noche la tía Lucha nos sirvió la merienda, un guiso de castañas ''a la Lucha'', a mí y a la prima Agueda, nomás, rodeados de las obras que convertirían al tío en un Leonardo moderno. No hace mucho la retrospectiva de Bellas Artes la contrató el Moma de Nueva York, y el gobierno emitió timbres comemorativos con su cara de nariz ganchuda y sus anteojos nacarados.

Tiempo después, pero no mucho, Agueda desapareció. Luego dijeron que se había muerto en Europa, pero yo creo que no. Es más, vivo con la certidumbre de que un día me la voy a encontrar. Y si lo ordena, pienso acompañarla no importa dónde. Otra vez. También quiero preguntarle por qué, si el tío Leonardo era el Servando, sus propios perros le ladraban en la noche, como si lo desconocieran.