Andrés Aubry
¿Dictamen del Vaticano para los diáconos indígenas?
Seis congregaciones de la curia romana acaban de hacer señalamientos a Felipe Arizmendi, sucesor de Samuel Ruiz (La Jornada, 12/07/01, p. 12), para que suspenda "por un tiempo no breve" las ordenaciones de diáconos indígenas iniciadas por el hoy obispo emérito de San Cristóbal. Entre los signatarios hay varios cardenales, pero no actúan como miembros del cuerpo colegiado -que es el Senado de la Iglesia-, sino como integrantes del gabinete papal que manda a la burocracia vaticana.
La decisión de los prelados llama la atención porque olvida disposiciones explícitas del Concilio Vaticano II que deben obedecer y sobre todo promover e implementar. La medida que frustra a los indígenas de la diócesis no es sin paralelo con las posiciones de la "bendita trinidad" de nuestro Senado, compuesta de senadores no elegidos, consolados por la plurinominalidad, quienes revirtieron los acuerdos de San Andrés para quitar a los pueblos indígenas prerrogativas pactadas, como su representación política.
Se recordará que el 18 de enero de 2000 don Samuel había ordenado en el pueblo tzotzil de Huixtán a un centenar de diáconos indígenas. Esta celebración, que elevaba a 400 el número total de diáconos, tenía el propósito de sellar sus 40 años con un acto simbólico de su anhelo episcopal: el surgimiento de una Iglesia autóctona. El Directorio Diocesano para el Diaconado Indígena Permanente aclara: "quienes deberán de guiar a nuestra Iglesia para que sea autóctona serán precisamente los diáconos indígenas permanentes" (no. 74). Es decir, don Samuel no deseaba perpetuar su estilo pastoral, sino que su herencia fuera esta Iglesia autóctona emergente, la cual, creciendo indígena, enriquecería la catolicidad con los aportes de la cultura y la idiosincrasia de los pueblos mayas (Ad Gentes, no. 18). Por supuesto, hubiera preferido ordenar a sacerdotes indígenas, pero como la disciplina eclesiástica aún lo prohíbe a hombres casados, y el celibato es en el medio indígena un obstáculo cultural, resolvió ordenar a diáconos casados para que empezara a tomar vuelo la Iglesia autóctona.
El acto de Huixtán aplicaba in situ una decisión formal y soberana del episcopado mundial en el Concilio Vaticano II. Para entender por qué irritó a los dicasterios romanos hay que remontar a las circunstancias de producción de los textos conciliares que respaldan el gesto de don Samuel.
La Iglesia autóctona como concepto y los diáconos como uno de sus instrumentos claves surgieron en las históricas deliberaciones de Vaticano II. Primero al principio del Concilio en la constitución sobre la Iglesia: "el diaconado de varones, aunque estén casados, como grado propio y permanente de la jerarquía" (no. 29). En la jerga canónica, "la jerarquía" es el gobierno de la Iglesia, cuyo primer escalafón es aquél de los diáconos (los otros son los sacerdotes y en la cumbre los obispos). Una Iglesia es autóctona cuando su jerarquía-gobierno es autóctono, es decir, indígena. Traduciendo el vocabulario eclesiástico en términos de la teoría del poder, los diáconos indígenas permanentes, todos casados, no son ayudantes sino el grado inicial del "poder ejecutivo" de la Iglesia autóctona, según la decisión del "poder legislativo" del Concilio.
Este resolutivo conciliar causó revuelo en 1963 cuando se presentó a discusión. En principio, se le pusieron candados (como el consentimiento del Papa), pero, en 1965, cuando se aprobó el documento Ad Gentes sobre las misiones, el que diseña la progresiva promoción de las Iglesias autóctonas, se eliminan las restricciones anteriores (porque se había promulgado ya el principio de colegialidad episcopal) y se insiste con firmeza transparente (no. 16): "Restáurese el orden del diaconado permanente donde lo crean oportuno las conferencias episcopales" (ya no el Sumo Pontífice). Uno de los notorios padres conciliares que tiene colectivamente la autoría del documento fue don Samuel.
Una novedad del Vaticano II fue que el número de los obispos de Africa, América y Asia -continentes de población autóctona- reducían a los europeos a una minoría. Pero algo chocaba a la nueva mayoría: sus diócesis periféricas estaban consideradas "misiones" siguiendo la idea de la Iglesia colonial. El nuevo concepto de Iglesia autóctona les devolvía la dignidad.
Ad Gentes llevó dos récord conciliares: 1) fue el que más tiempo ocupó a los obispos (de principio a fin de Vaticano II, marzo de 1962 a diciembre de 1965), es decir, el de mayor deliberación y empeño episcopal, y 2) el que consiguió la mayor votación conciliar: 2 mil 394 placet ("sí" positivo) con sólo 18 non placet y 2 nulos. De esta magnitud fue el consenso sobre las Iglesias autóctonas y sus principales actores, los diáconos -indígenas, casados, permanentes.
Tan arduos fueron esos debates de enfoque novedoso que se necesitaron ocho redacciones sucesivas, que no constaban de enmiendas sino de propuestas nuevas. Después de la sexta, en noviembre de 1964, el Papa (quien por iniciativa de Juan xxiii se abstenía de participar en las sesiones ordinarias para no cohibir la libertad de los padres conciliares) se permitió un gesto autoritario inaudito en la lógica de Vaticano II: bajó al aula conciliar y pronunció un discurso que urgía su aprobación después de dos años y medio de discusión. Los obispos, que acababan de conquistar la autoridad de su colegialidad (fortalecimiento autonómico de las periferias diocesanas), tomaron una singular iniciativa que retaba al Pontífice: votar sobre la validez del esquema en discusión. La propuesta apoyada por Pablo VI, aunque flexible consiguió 311 votos favorables y mil 601 en contra. Las cifras significan que la determinación colegial de los obispos había terminado por flexibilizar la rigidez autoritaria y burocrática, tan característica de los tiempos preconciliares.
El cardenal Ratzinger, signatario del documento, fue testigo de estos grandes momentos conciliares; no tenía entonces ni voz ni voto en Vaticano II, pues no era obispo, pero era uno de los muchos "expertos" invitados para asesorar a los obispos. Ahora que es otro y que su palabra tiene un registro mayor, ¿se explicará el cambio de enfoque? En el momento tan frustrante y polémico que aqueja a los indígenas, la coincidencia de contenido entre la carta al obispo de Chiapas y el dictamen del Senado (al negarles ambos facultades previamente acordadas), ¿es un descuido o tiene intencionalidad?
Si la última hipótesis es la buena, el cardenal y su destinatario deben saber que no podrán evitar que se le den tintes políticos.