domingo Ť 5 Ť agosto Ť 2001
Rolando Cordera Campos
Antropología y buen gobierno
Referirnos "al contexto" ante la barbarie de Magdalena, como lo hizo el delegado de Tlalpan hace unos días, equivale a hablarnos de la eternidad cuando nos aqueja una enfermedad grave. Lo mismo puede decirse de las profundidades re- flexivas del jefe del Gobierno del Distrito Federal: hablarnos del "México profundo" para recomendar no meterse con las creencias del pueblo, sobre todo cuando se trata de pueblos "originarios", es esquivar el tema y no asumir los deberes que acompañan a su autoridad.
Y en esas seguimos, porque López Obrador ha decidido mantener sus tesis antropológicas ante "mirones y mironas" que desde sus respectivas grabadoras o cámaras televisoras se arriesgan a tocar la cuestión: "no se trata -ha dicho el tabasqueño con razón- de justificar el homicidio sino de explicar lo que pasa". Sea, pero la explicación escogida del caso lleva a justificar si no el crimen sí la parsimonia de quienes deberían afrontar una situación inadmisible.
En algunos círculos de opinión se ha preferido soslayar lo ocurrido en la comunidad tlalpeña, so pretexto de no hacerle el juego a los enemigos de la izquierda, pero no es a ésta a la que se cuida al hacer a un lado la evaluación del ejercicio del gobierno ante situaciones de excepción como la que comentamos. No estamos sólo frente a otro crimen tumultuario, sino delante de una autoridad remisa y omisa, que sermonea y mal traduce conceptos antropológicos en vez de meditar e investigar una circunstancia en extremo grave, que puede ser otra punta de este ominoso iceberg en que se ha convertido la vida urbana de México.
Cuando las creencias llevan a la violencia y el crimen, la autoridad tiene que meterse con ellas. Si decide no hacerlo, para evitar males mayores, tiene que explicarlo exhaustivamente y, desde luego, traer la renuncia en la bolsa del saco. De otra forma, la autoridad es cómplice e irresponsable y, con esa conducta, puede dar lugar a peores despliegues de furia ciega, popular o no, que los que hemos conocido. De ese tamaño es la perspectiva que hoy acosa al gobierno de López Obrador, si es que se habla en serio de gobiernos responsables con su origen y compromisos y no con un imaginario destino histórico.
El gobierno de esta ciudad capital, vale la pena reiterarlo, es un gobierno elegido por los ciudadanos y a ellos se debe. Su referencia obligada es la ley y no los planes futuros del partido ganador, y en ello están implicados no sólo el jefe de Gobierno, sino los funcionarios encargados de la procuración de justicia y el orden público, así como los delegados que también provienen del voto ciudadano. Debemos, sin duda, jerarquizar responsabilidades y roles, pero no dejar de ver, a través de este trágico microcosmos del linchamiento en el Ajusco, la complejidad política y jurídica en la que estamos envueltos los mexicanos, así como la inmensa tarea que está por delante para contar con un gobierno de leyes, donde primen con claridad las reglas elementales de un estado de derecho.
El linchamiento puede, en efecto, nunca ser castigado judicialmente. Así ocurre con fenómenos de esta naturaleza y sería simple oportunismo tratar de pasarle la factura a una procuraduría acosada por todos lados. Lo que no puede hacer ésta es renunciar a una indagación cuidadosa que lleve a la acción preventiva y previsora.
La antropología sirve, pero no puede sustituir la responsabilidad del Estado. Más que punitiva, ésta tiene que desplegarse en una investigación política sobre el estado que guarda la periferia capitalina, la psicología y la sociología que rodean a la deteriorada economía política de los pueblos viejos de la capital, donde se dan cita viejas prácticas y firmes creencias con nuevos modos y modas de vivir la vida dura.
Estos panoramas no son, no pueden ser, campo exclusivo del académico o el periodista, sino la materia prima obligada para un buen gobierno que quiera poner los intereses de los pobres por delante. Son pobres los que sufren y buscan alivio, pero también han sido pobres los que recurren a la violencia extrema que su pobreza no puede justificar, porque los empobrece más hasta convertirlos en contingentes sin remedio y sin registro. Y a eso nos puede llevar esta antropología vulgar que se nos quiere ofrecer hoy como sustituto de la imaginación y la capacidad de gobierno. Ť