La Jornada Semanal, 5 de agosto del 2001
Enrique López Aguilar


La otra  Iglesia

Las ideas que Cristo nos legó son tan buenas que hubo necesidad de 
crear toda la organización de la 
Iglesia para combatirlas.
Augusto Monterroso
La casi inexistente, la irreconocida por la propia institución, la fea de quien se avergüenzan los de casa, el escándalo de fariseos y publicanos, aquélla señalada como baldón por los sepulcros blanqueados es, precisamente, la Iglesia luminosa y heredera del mensaje crístico. No me refiero necesariamente a la productora y patrocinadora de las artes, ni a la que conservó y transmitió la cultura después de la caída del Imperio Romano, sino a la que todavía sobrevive desde las comunidades donde la Palabra se predica con ejemplos, donde la duda es parte de la fe y donde la ambigua idea de la “pobreza de espíritu” (la certidumbre de que es pobre quien carece de la Palabra de Dios, no obstante su sabiduría) no interrumpe el trabajo con los pobres de la Tierra (los que no poseen recursos materiales, no obstante su certeza de Dios) ni se emplea como malabarismo verbal para justificar la acumulación corporativa de riquezas, ni la vida suntuosa, despilfarradora y glotona que escandaliza a la comunidad de los creyentes por provenir de sus pastores.

La otra Iglesia no es secreta, pues ha convivido con la institucional desde el principio, pero ha sido condenada por ésta (es decir, ha sido “cerrada” por la piedra inerte en que se convirtió la asamblea original); no es necesario ponerle etiquetas, pero es la que llevan a la práctica sacerdotes, monjas y creyentes esmerados en atender para sus vidas y las del prójimo las prédicas de Jesús: hoy se prefiere designarla como “teología de la liberación” y primero fue execrada por Roma y la burguesía iberoamericana, quienes la acusaron de comunismo para, luego, aplastarla a finales del siglo XX desde las telarañas de Karol Wojtila y sus adláteres, que tienen el descaro de autodenominarse obra de Dios y legión de Cristo; antes fue la utopía jesuítica de Paraguay: intereses españoles, portugueses y romanos en el siglo XVIII fueron los encargados de destruirla; también fue la utopía franciscana de la Santa Cruz de Tlatelolco, concebida como Universidad para indios a finales del siglo XVI en Nueva España y reducida a escuela de primeras letras (para varones) y preparación de afanes domésticos (para mujeres) en el siglo XVII gracias al conflicto de la secularización eclesiástica y los intereses temporales del arzobispado mexicano; alguna vez, en las palabras y el ejemplo de Francisco de Asís, se preconizó como la necesidad de volver a la pobreza evangélica, cosa que trató de ser llevada a la práctica por los fratricelli en el siglo XIII, y fue la Inquisición europea quien vio herejía en esos ejemplos e ideas y persiguió violentamente a sus predicadores.

Y también estuvieron las palabras y las obras de Erasmo y Lutero, en el siglo XVI, pidiendo que el rito se produjera en lenguas vernáculas, que se volviera a la esencia del mensaje de Cristo (otra vez), que cesara la venta de bulas e indulgencias, que se eliminara el paganismo institucional exhibido en la proliferante iconografía, que/ y también, hace mucho tiempo, estuvieron las enseñanzas de Jesús, pero éste es un personaje de prehistoria digno de museo e íntima soflama para la Iglesia vociferante y anquilosada de hoy (aunque, curiosamente, no lo sea para la otra, la Iglesia viva).

Los nombres cambian a través de la Historia, pero la guerra es la misma: aquellos que buscan llevar a los pobres el mensaje de Jesús para transformar su condición material y espiritual siempre han sido perseguidos por la Iglesia y sus aliados, lo cual constata una inmutabilidad en su historia institucional: la crítica de quienes han buscado moralizarla, purificarla, reformarla y volverla coherente con sus principios fundadores ha sido monótonamente condenada desde diversos esquemas: los herejes de antier fueron los protestantes de ayer y son los comunistas de hoy: los adjetivos cambian pero la sustancia es la misma desde el mismo temor de quienes sienten amenazados sus intereses temporales y han respondido con anatemas, represión y condena durante veinte siglos. Por eso debe reconocerse en la Iglesia una coherencia que ni el pri ni el Estado Soviético tuvieron, pues fueron instituciones más proclives al cambio a pesar de ellas mismas, sobre todo si se estima la inmutabilidad petrificada de la primera.

La palabra “hereje” es sintomática de cuanto llevo dicho pues, etimológicamente, significa escoger, abrazar un partido, connotaciones que suponen conductas peligrosísimas para una institución que aspira a la unanimidad, pues el pensar libremente lleva a verdades que independizan al individuo del dogma. En tiempos menos definidos y verticalistas, alrededor del siglo III, toda indagación mistérica que supusiera la ruptura del orden fue acusada de herejía (¿cómo le hizo María para mantenerse virgen durante la concepción y después del parto de Jesús?, ¿es de María de quien proviene la parte humana del Redentor?, ¿la hostia es un símbolo o, materialmente, el cuerpo de Cristo?). Desde Arrio hasta los cátaros, desde Orígenes hasta Helder Cámara, toda pregunta, todo cuestionamiento y toda diferencia han sido señalados con la sospecha de cisma y herejía: tras la etiqueta, la hoguera.

En el fuego purificador la Iglesia institucional alcanzaría su máximo holocausto para purgar los muchos infiernos, crímenes y deudas que tiene con el Dios que proclama y el género humano. Mientras llega ese insólito momento, quienes alumbran a la otra (la verdadera) Iglesia y revivifican el mensaje de Jesús son aquellos que, poseídos por la locura de la cruz, conocidos y desconocidos, toman la cruz de su Maestro y lo siguen, aunque se les diga “herejes”.



Ganas de escribir

Parece un acto trivial. Uno se sienta frente a la máquina y a menudo pasa horas viendo la pantalla, preso en las garras del famoso síndrome de la hoja en blanco. Entonces, las sospechas de mi tía M., que dice que escribir es no hacer nada, parece que se confirman. Seguro parezco una holgazana, fumadora y ceñuda, cuya actividad se reduce a teclear, cada cuarto de hora, una frase para borrarla inmediatamente. Igualita a Billy Cristal en la primera escena de Bota a mamá del tren. Cada media hora me levanto a tomar agua, lavarme la cara, hojear una revista, examinarme las uñas. Y sin embargo, a pesar de que lo que hago no tiene forma, de que es desaplicado e indeciso, si suena el teléfono me irrito, y si tocan a la puerta, peor. ¡Qué gusto le daría a mi tía M. si me viera! Mi tía sabe que escribir en estos tiempos, al menos en su forma externa, carece del drama que tienen otros oficios, como bailar, pintar o tocar un instrumento. Si, por ejemplo, estuviera tocando el piano, el chelo, la flauta, la cosa tendría otro aspecto ­mucho más artístico. Si estuviera entrenando para correr los cien metros o preparando un paciente para hacerle una cirugía, cada gesto sería reconocido por los demás, y por mí, como necesario, incluso urgente. Pero escribir no es así. Lo fue para los primeros escritores, para los amanuenses, los talladores en piedra, para los copistas, para los secretarios medievales que doblaban las espaldas bajo la catarata verbal de Santo Tomás. Fue difícil y heroico para Averroes ­nadie lo ha contado mejor que Borges­ quien reconstruyó la obra de Aristóteles con unos cuantos y equívocos fragmentos: para García Márquez, a quien angustiaba la falta de papel y de dinero. Cómo me avergüenza imaginar a los escritores del pasado, inclinados a la luz de la vela, afilando sus plumas con cuchillos, rodeados de tinteros y secantes, de toda la parafernalia de la escritura shakespeareana o cervantina, o peor, a los escritores trabajando en las cárceles, en los campos de concentración, como Maldemstam, como Bloch. Me avergüenza pensar en Dostoievski muerto de frío, acosado por los acreedores, sintiendo la inminencia deslumbrante del ataque y escribiendo El idiota; en Tolstoi renunciando a la escritura porque era pura vanidad; en Gogol quemando la segunda parte de Las almas muertas (y ya cuando aparece Gogol en mi mente, un señor de bigotito negro, vestido de levita, inclinado sobre una estufa cuyo fuego llena todo de tizne, ya estoy sonrojada por partida doble: ¿quién me creo yo para escribir, si Gogol, si Rulfo, dejaron de escribir? ¿Y cómo no escribir en mi cómodo escritorio, en una computadora que ni papel gasta, a salvo de los errores de mi desastrosa mecanografía?) Ya ni la amuelo.

Sin embargo, hasta ese bochorno pasa cuando me asaltan las ganas de escribir. Me olvido de todo, debo confesarlo. No me importa si lo que escribo es trascendente o no; ni creo que mi escritura llegue a ese estado descrito en los Cuatro cuartetos por T.S. Eliot:

El fin es el lugar del que partimos. Y cada frase
Y oración que sea correcta (donde cada palabra esté en su sitio)
Y ocupe su lugar en apoyo a las demás,
La palabra ni tímida ni ostentosa,
El fácil intercambio de lo viejo y lo nuevo,
La palabra formal precisa pero no pedante,
La compañía entera que danza al mismo ritmo...
Huy. Mi compañía, me la imagino, danza al ritmo de un desmañado y modesto mambo. El ocho. Pero quiero escribir. Estoy con mi marido o mis amigos, en el cine o haciendo lo que sea con un ojo al gato y otro al garabato, todo el tiempo pensando en la novela. No me da hambre. En las mañanas me pongo los pants con la firme intención de ir a caminar a Los Viveros, o de ir al gimnasio, pero no sé qué pasa y no llego allá, sino aquí, a mi escritorio. Y me quedo vestida de pants todo el día, tecleando y borrando. Entonces, si hay suerte y ya llevo el tiempo suficiente aquí sentada, algo pasa: ciertos sustantivos se acomodan, aparecen los verbos indicados, la gente que puebla la novela habla sin que yo la interrogue. Hay minúsculos relámpagos, mis dioses tutelares: Marcel Schwob, Víctor Segalen y Borges, me sonríen con un poco de conmiseración, pero benévolamente. No importa que mañana esto que escribí me parezca pésimo y que el acto de corregirlo tenga un aire de cosa vana. Me temo que escribir, para mí, es el único oficio posible.


Noé Morales Muñoz
La vida no vale nada

Teatro de Arena, la compañía gestada por José Enrique Gorlero y proseguida tras su muerte por Martín Acosta y Luis Mario Moncada, es sin duda una de las agrupaciones más refrescantes de la última década en nuestro país. A sus irrefutables hallazgos en lo estético y lo formal debe añadirse un mérito que se agiganta ante el tradicional (y muchas veces malentendido) localismo del teatro mexicano: el carácter cosmopolita de sus textos y puestas en escena. Tomando como escenario para sus relatos la Dublín de principios del siglo XX, la Alemania de la posguerra o la costa este estadunidense de los cincuenta, el tándem Acosta-Moncada ha demostrado que la mejor forma de involucrar a la audiencia en sus propuestas no es la oferta de una calca anacrónica de lo que se supone es nuestro estilo de vida vernáculo (en cuyo universo “realista” los personajes hablan, piensan y se comportan como clones malhechos de Pepe el Toro y demás progenie), sino el privilegio de los conflictos humanos más universales como vehículo de reflexión y empatía en el espectador, independientemente de los contextos en los que se les sitúen.

Una vez traídos a colación estos antecedentes, será más lógico pensar en su nuevo proyecto, La vida no vale nada (La vie ne vaut rien), como un paso natural en su proceso creativo. En colaboración con la compañía canadiense Ensemble Sauvage Public y con el apoyo de instituciones de la provincia de Quebec, este montaje de reciente estreno en el Teatro El Galeón recuerda que la globalifilia puede tener alguna arista enriquecedora en términos artísticos. 

De entrada (y así lo advierte el programa de mano), la obra presenta una peculiaridad importante: algunos de sus pasajes están hablados en correcto quebecois , innegable obstáculo para el grueso de la población de este país, cuya francofonía se limita a algunos conceptos sueltos y etéreos como “omelette”, “champagne” o “Zinedine Zidane”. No obstante lo anterior, en tanto la anécdota y el conflicto resultan interpretables, estos periodos (en especial el prólogo) no se vuelven inasibles, aunque sí en cambio bastante cansados. Vale aclarar que este poco dinámico principio se compensa una vez que la trama desemboca en ámbitos mucho más cercanos para los nativos que, como quien esto escribe, desairaron las valiosas lecciones matutinas para principiantes que transmitía Radio unam a finales de los ochenta, para su posterior y estéril arrepentimiento.

Pierre Green (Martin Croquette, simpático intérprete canadiense), un joven de Quebec atribulado a partes iguales por una madre neurótica, una novia que lo abandona y las predicciones de una lectora de tarot, decide romper con su entorno cercano y emprender una diáspora hacia el primer destino que el azar le depare. Por suerte y por desgracia, el afable Green viene a dar a la gran Tenochtitlan. Así, se establece el consabido choque cultural entre el turista en busca de ventilación existencial y nuestra fauna endémica: la quinceañera cuyo florecimiento hormonal le trae consecuencias que la rebasan (Carmen Mastache, quien demuestra una vez más lo que ya es: una actriz portentosa); un mariachi de Garibaldi fracasado en sus ilusiones de suceder a Vicente Fernández, orillado a delinquir (Bruno Castillo); un chambelán jalapeño que debe afrontar las consecuencias de sus impulsos adolescentes (el mismo Castillo, que no logra diferenciar del todo sus dos caracterizaciones); una compatriota evangelista agresivamente amable (Cécile Lasserre, de rendimiento uniforme y con momentos memorables). Además de dos personajes cuya historia de amor representa el lado crepuscular (aún más) de la vida urbana: un padrote con vocación de redentor (Marco Pérez, de arrebatada vehemencia) y una prostituta extranjera de tortuoso pasado (Marcela Pizarro, un tanto falta de matices).

Valiosas en sí mismas todas ellas, estas historias en apariencia independientes se entrelazan sin mayores contratiempos merced a una característica del quehacer de Moncada y de Acosta que ya se conocía: su oficio. Sin embargo, parece faltar cierta unidad dramática: mientras estas subtramas van cosechando peso en el desarrollo narrativo, e interés en el espectador, la anécdota que se supone central, la del canadiense Green, queda relegada a un plano bastante lejano. Quizá pudo haberse prescindido de ella en tanto las otras resultan mucho más atractivas, pues funciona como el pretexto idóneo que introduce a la audiencia a las otras, las que realmente se quieren comunicar. En contraparte, podría decirse también que se cumple con el objetivo incluyente que las dos agrupaciones teatrales se trazaron de antemano: se establece un rico diálogo cultural entre Primer y Tercer Mundo sin caer en clichés como el del gringo sonriente e idiota y el del mexicano sumiso y transa (salvo por ciertos momentos).

Sin embargo, el extrañamiento se da por otras vertientes. Si la presencia de un proxeneta que transpira empatía por el prójimo resulta ya inverosímil, el hecho de que los otros personajes traduzcan su crecimiento interno en filantropía instantánea se vuelve todavía más descabellado. Al final, quedan varias conclusiones. Primera, que la obra podría economizar tiempo sin mayor repercusión. Segunda, que a Teatro de Arena no se le dan tan bien las alianzas con extranjeros (recuérdense Fausto y Filoctetes). Y, por último, que eso de la globalización no es tan simple como nos lo hacen creer a diario, ni siquiera para asuntos que, como el teatro, son de naturaleza tan loable.
 

 

Marco Antonio Campos


Carta al alcalde de Querétaro

Ya llegamos a agosto, don Rolando García, y aún no se ha aprobado, ni siquiera en comisiones de cabildo, su iniciativa del Reglamento para el Buen Decir. Urge que ya pase al Congreso del Estado.

Primero que nada quisiera felicitarlo porque con esta iniciativa se integra usted con toda naturalidad y con sentido de justicia a la galería de personajes que en los últimos años ha aportado el pan al Museo de la Caricatura Involuntaria y No. De esa nueva generación de panistas varios ya se han adelantado colgando su retrato en las paredes del Museo. Usted de seguro ya ha visto en el Museo a esos compañeros de partido, por ejemplo, a César Coll, quien quiso prohibir el uso de la minifalda en las oficinas de gobierno de Guadalajara. Mejor prevenir que lamentar, ha de haber dicho el ex alcalde a sus colaboradores. Al redactar su ukase antivoluptuoso de seguro pensaba ante todo en los varones que andarían, sin ninguna necesidad, como cuerpos en pena de concupiscencia por pasillos y oficinas burocráticas mirando los muslos de las tapatías, bellas entre bellas, nos consta. Coll se preocupó tanto por esto que hace poco publicó un libro sobre toros.

Poco después de Coll, pero en sentido inverso a la moralina, surgió en el escenario político la prominente figura del diputado Francisco Solís Peón, el "diputable-dance", itinerante nocturno, íntimo de los propietarios de antros, que siempre acorde a los avances en materia cabaretera, ya no grita en los antros "¡pelos, pelos!", sino "¡tubo, tubo!", diputado que ficha redondo con ficheras de redondeadas formas, y recoge y acoge, con exquisitez japonesa, para su porno-shop casero, las prendas íntimas que le ofrece la stripper del tubo. En su retrato del Museo aparece muy bien con una pantaleta en la mano.

¿Y en qué desmerece, señor García, el alcalde de Tultitlán? Gran promesa de actor, coco de gángsters pero sólo en la vida fílmica, quien en un acto noble permitió que se luciera a su lado la sinaloense Lorena Herrera, alcalde que en sus ratos de vicio, que al parecer no son pocos, escenifica en la vida real autoatentados automovilísticos, mientras los tultitlanenses se mueren de hambre pero pueden tomarlo como modelo?

¿Y qué pero le pone, señor alcalde, a don Carlos Abascal, quien, en su retrato del Museo, luce muy bien con los libros de García Márquez y Fuentes en la mano izquierda y la cruz gamada en la derecha? Debería integrarlo como asesor a la nómina queretana, y vería usted cómo, en una nueva versión de Fahrenheit 451, le ayudaría útilmente a quemar en la plaza de la Corregidora o frente a Santa Rosa los libros de grandes autores contemporáneos con expresiones insultantes al credo católico o con descripciones cachondas.

No entiendo, no alcanzo a entender, por qué sus paisanos, a quienes busca hacer usted el bien, educarlos pues, lo han tomado de pitorreo desde hace como dos meses, y han incrementado en lugares públicos un lenguaje indecente y zafio, cuando, de aprobarse el reglamento, usted podría ajustarles cuentas, golpearlos en los bolsillos con una buena multa y restregarles en la cara página por página el Manual de Carreño. No sé por qué los queretanos, reacios a querer preservar en su ciudad el recato y el decoro, se andan preguntando, primero, si va a hacer usted todo un listado de palabras y expresiones soeces, o si habrá algunas, menos adulteradas, que no entren en su reglamento de pureza verbal, y segundo, quién va a ser la policía espiritual que los vigilará en los lugares públicos y si esa policía tendrá la autoridad moral para juzgarlos. No sé por qué sus maliciosos coterráneos se preguntan asimismo si usted y su secretario y vocero Ramón Lorence nunca han dicho en público o privado un "pinche ojete" o "no mames, güey", o si nunca, en un exabrupto profirieron una interjección: "¡ya me llevó su chingada madre!", o si no se despidieron alguna vez de un conocido gritándole: "Te lo lavallenas porque te a pescado."

En una ocasión, hace ya años, un amigo comentó a Augusto Monterroso (escritor que usted y su secretario no tienen obligación de conocer) que le habían dado un puesto importante y que quería dejar su huella en el puesto; con su característico ingenio, Monterroso le contestó: "Mientras no dejes las cuatro."


Luis Tovar
 La mínima diferencia

Con gol de último minuto, "el Capi" Tafoya consigue que su equipo de futbol, el Atlético San Pancho, le gane por cuatro goles a tres al Dinamo. El Estadio Azteca, escenario a reventar en el que se ha jugado la final de la Copa Coca Cola, estalla en aplausos. "El Famoso" Estrada, entrenador oficial del equipo y al mismo tiempo jugador todavía en activo del Necaxa, levanta en hombros al artífice del triunfo mientras el resto del plantel ­Mauro, "la Torta", "el Hormiga", Chava, Maru y demás jugadores­ celebran eufóricos. Entre los jubilosos sanpanchenses no se alcanza a distinguir a don Pepe, conserje de profesión y auténtica alma del conjunto, aunque hemos sido testigos de su presencia en el área técnica, desde donde no se cansó de alentar a sus pupilos. Eso sí, en San Francisco del Monte, donde todos se han olvidado de todo para ser testigos televisivos de la hazaña alcanzada por sus paisanos, de seguro a él también lo recibirán como a un héroe, pues a su esfuerzo se debe la existencia misma del Atlético San Pancho, el equipo de futbol surgido en el estado de Hidalgo, cuna del balompié nacional.

Seguramente a usted no le costará ningún esfuerzo deducir que la anterior no es la crónica de ningún partido de primera, segunda ni tercera división del futbol mexicano, en primer lugar porque hasta el menos aficionado al "juego del hombre" (Ángel Fernández dixit) sabe que la Femexfut no tiene a ningún equipo registrado con el nombre de Atlético San Pancho. Y si ya vio los cortos o le ha echado un ojo a la cartelera de estos días, sabe desde luego que el club así llamado es el que le da nombre a la más reciente producción de Altavista Films, producida por Francisco González Compean y Fernando Sariñana, dirigida por Gustavo Loza, y cuyos créditos incluyen a Héctor Suárez (don Pepe), Plutarco Haza ("el Famoso" Estrada), Lumi Cavazos (madre del "Capi" Tafoya), Luis Felipe Tovar (entrenador del Dinamo) y Diego Luna (caracterizando a un cartero motorizado, en lo que más bien es un cameo).

Me he tomado la libertad de contar casi completa la secuencia final de Atlético San Pancho por dos simples razones: la primera, que cualquier espectador medianamente perspicaz sabe de antemano que el formato clásico de una cinta de tema deportivo incluye por fuerza el triunfo del equipo protagonista, y la segunda, que resulta prácticamente imposible imaginar un colofón distinto para una película de estas características. Así las cosas, en este caso no hay por qué esperar inesperadas vueltas de tuerca que le den un giro a la trama, ni mayores complicaciones en ningún renglón formal: de lo que se trata es de ver cómo un conjunto deportivo supera todo lo que tiene en contra ­comenzando, claro está, con sus propias limitaciones­ para hacerse con el anhelado triunfo.

Tirititito y zambombazo
En el sentido de lo mencionado antes, Atlético San Pancho es una película como muchas otras, pero las diferencias comienzan a aparecer cuando uno cae en cuenta ­de nuevo a partir del título­ que se trata de una película mexicana; después, cuando desde las primeras escenas queda claro que los protagonistas no son tanto Suárez, Haza, Cavazos y Tovar, sino una oncena de actores infantiles que, en términos generales, lo hacen bastante bien. Y ese aceptable desempeño histriónico es otra notoria ­y agradecible­ diferencia, sobre todo si usted, como un servidor, es incapaz de no recordar el mediocre trabajo con niños actores de René Cardona III en Serafín: la película. Por el contrario, Gustavo Loza consiguió que su cuadro de intérpretes menores de edad sí se vean como niños normales: van a la escuela, les gusta el futbol, le ponen apodos a la directora, ríen, copian en los exámenes, se equivocan, aciertan, se enojan, tiran pedos, lloran... y al hacerlo no parecen sino eso: niños que van a la escuela, les gusta el futbol... Obviamente, detrás de esa naturalidad que se ve en pantalla hay un trabajo previo gracias al cual se consiguió armar personajes con volumen (aunque, de manera inevitable, hasta los más perfilados caigan por momentos en el lugar común ­un ejemplo es el regordete "la Torta" comiendo mientras hace abdominales).

"La pelota está en el fondo"
Otra buena sorpresa de Atlético San Pancho es su eficiencia narrativa. Puesto a contar una historia evidentemente predecible, Loza echó mano de recursos como la condensación diegética y los cambios de ritmo, apoyado sobre todo en la edición, y consiguió no sólo darle agilidad a su relato sino también incluir en esos intervalos uno que otro gag (un jugador golpeándose contra un poste de la portería, todo el equipo perseguido por una vaca) que, junto con los diálogos, le dan a la película en general un tono cómico del que, sorprendentemente, no se abusa. Es decir, ni todo el tiempo hay caídas, tropezones y "caras chistosas", ni tampoco los parlamentos insisten en la gracejada. Además, la anécdota básica está puntuada por subtramas que sí llegan a alguna parte, de modo que paralelamente al ascenso y triunfo del equipo de futbol se redondean, por ejemplo, un romance (el del "Famoso" Estrada con la mamá del "Capi" Tafoya) y una reconciliación filial (la de Mauro con su padre, un cantinero que odia el futbol porque a él lo dejó cojo).

Desde luego, la preeminencia de la Coca Cola en el sesenta o setenta por ciento de las escenas de la película no es nada agradable, como tampoco lo es el visible patrocinio de Televisa y mucho menos la inclusión, primero en pantalla y luego como voz en off, del "Perro" Bermúdez, pero incluso esos elementos podrían pasar en aras de un realismo de a deveras, si se me permite el pleonasmo, pues el tal "Perro" es parte indisociable del futbol en México, y la Coca Cola y Televisa... también.

Con los aciertos y desaciertos enumerados,
Atlético San Pancho es una de las mejores opciones de cine infantil en la cartelera actual, que le gana, así sea con la mínima diferencia, al nuevo saqueo histórico disfrazado de historia de aventuras de Disney (Atlantis: el imperio perdido) y a los niños metidos a fuerza en el papel de James Bond (Mini-espías), y que le pone una goliza al cursi, maniqueo e insufrible angelito virtual de la otra cinta mexicana para niños.


Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas

Elisa Ramírez: las musas son rejegas

Ni cantante de blues ni aprendiz de sax tenor como le hubiera encantado. Sí una juglar con dos tareas: divertirse y ejercer la escribanía como un peregrinaje.

Entre los placeres de la antropología, la traducción, la historia y la narración para niños, a Elisa Ramírez Castañeda (df, 1947) le fue dada una liga profunda y desenfadada con la poesía. La trata de tú a tú, se ríe de ella, y mediante el verbo indaga los pasos, nombra distancias y explora caminos. "¿Cómo sacar la humedad de tu recinto?/ ¿Cómo enfrentar la terquedad de lluvia en julio?/ ¿Cómo evitar en tu piel el musgo pegajoso,/ o la humedad que tiñe de escamas las paredes?/ ¿Cómo desdecirse con claridad estando el día tan nublado?/ Se hace pronto demasiado tarde."

Cuatro son sus libros de quehacer poético: Palabras (1971), ¿Quieres que te lo cuente otra vez? (1985), Una pasión me domina (1989) y También en San Juan hace aire (1999, del que traemos algunas líneas para esta columna). Es traductora de Mark Strand, Anne Sexton, Jack London y D. H. Lawrence. Ha antologado libros sobre el café y bestiarios hechos de fotografía. Investiga en la tradición oral indígena, trabaja con instructores y niños en procesos de escritura nativa y continúa en su labor detectivesca para reunir la información posible que constituya un "inventario razonable" (en lugar de un "catálogo razonado") de la producción artística de Francisco Toledo. "Tengo el corazón desobediente,/ la piel necia./ ¿De dónde se atenaza el alma para encaminarse?/ ¿Por cuáles hilos corre la fantasía/ ­gota de rocío sobre las telarañas?/ ¿Cómo supo el tlacuache dónde estaba el fuego,/ entre quiénes lo repartió?/ Y tú, ¿dónde quedará el tiempo/ que alguna vez llamaste tuyo?"

Socióloga de profesión, ha dado origen a estudios de antropología como El fin de los montiocs (inah, 1987) y ejercitado la docencia en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (enah). Un ámbito para escudriñar en los ritos y en la relación del hombre con su medio que enriquece su olisqueo del chamanismo y la cosmovisión indígena que ha trabajado por años.

"Si algo, mi poesía apunta hacia un peregrinaje. Tengo una gran nostalgia del sentimiento de totalidad, de fusión con el paisaje. Soy una persona profundamente religiosa pero atea. De ahí mi indagación en los rituales y en tratar de hacer una recuperación mística a través de las palabras, aunque suene mamonsísimo."

Y sí, eso que tal vez se escucha sangrón, no se vislumbra por ningún paraje en su poesía, donde no opta por la grandilocuencia pero tampoco por los lugares comunes del decir amoroso o la autobiografía lacrimosa. Sí hay un atisbo de su vehemencia, de su acelere nebuloso, de su apremio por nombrarlo casi todo, menos aquello vestido como chabacano y cursi.

"Quisiera escribir como Sor Juana pero no me sale el soneto", dice con un ademán de puchero para burlarse de la desventura. "Quisiera escribir como Pessoa pero no me sale la esquizofrenia. Quisiera escribir como Santa Teresa pero todo se me va en la levitación. Quisiera escribir como Cavafis pero no soy griega. ¿Qué hago entonces? A veces escribo como Mark Strand o Lawrence o Simic. Y, cuando puedo, como yo misma": "Puedes usarme./ Pero no me ofendas creyendo que soy/ tan idiota como para ignorarlo./ Pide mi anuencia y seré tu cómplice./ Pero no creas, ni por un instante/que no te sé."

Cuando no está en su propio cosmos se concentra en la escritura ajena, trasladando de otros idiomas los entramados de ciertos poetas. Entonces Elisa hace calistenia, se mantiene en forma, ejercita su sensibilidad y enriquece su gozo. "Finalmente toda la vida es una traducción. Está la traducción de la vida a la poesía, del alma a las palabras, de lo real a lo escrito, del inglés al español, de lo imposible a lo factible."

Otras veces disecciona canciones y mitos infantiles para sacarles jugo. A Cri-Cri, por ejemplo, lo interpreta para los niños contemporáneos como un anarquista e iconoclasta en el libro ¿Y quién es ese señor? (Conaculta) y a otros adolescentes les relata mitos en El mensajero del cuervo (Conaculta). Además, hasta hace poco estuvo en los Altos de Chiapas como tallerista sobre procesos educativos y de escritura para infantes e instructores indígenas en sus lenguas de origen.

Caminante con varios naufragios, ha recibido el premio especial Alfonso X de Traducción (1984) y la beca de la Fundación Rockefeller (1992-93), también por esa labor. Asume que tal vez escribe un largo poema toda la vida y va haciendo versiones sobre la misma fuga, al estilo de Bach.

"¡Imagínate, siete hijos a la luz de las velas y todo lo que hizo Bach! ¡Cómo lo admiro! Gracias a él tengo claro que no soy Sor Juana pero que sí tengo un vínculo con la palabra", pestañea Elisa, consume otro cigarrillo y continúa con su acelere plasmado en una escritura rebelde, encapotada y peregrina. "Las grullas son símbolo de amor./ Una línea en la cola/ y abarca con sus alas las vetas/ de la estampa en la madera./ Un plato persa, un ensueño:/ la huella de la pata del coyote es una flor./ El zopilote adorna su cuello con sartas de chaquira./ Mi verdadero amante tiene plumas."