VIERNES Ť 10 Ť AGOSTO Ť 2001

José Cueli

Las tumbas del olvido

La ciudad japonesa de Hiroshima recordó el 56 aniversario de la tragedia de la bomba con un conmovedor llamado a la paz y al desarme nuclear. Miles de personas, entre sobrevivientes y familiares de las víctimas de tan ominoso suceso, se reunieron para llevar a cabo una ceremonia en el Parque de la Paz de Hiroshima, y entre ofrendas florales y tañidos de campanas rindieron homenaje a sus muertos.

Hace 56 años, el 6 de agosto de 1945 para ser precisos, un avión estadunidense que sobrevolaba la ciudad de Hiroshima lanzó una bomba nuclear que segó la vida de 222 mil personas, de las cuales 140 mil perecieron en el acto y las restantes, hasta alcanzar la monstruosa cifra mencionada, fallecieron en el transcurso de los años como consecuencia de heridas y daños causados por los catastróficos efectos de la radiación.

Cabe aquí mencionar el testimonio de uno de los sobrevivientes, Yoshi Maruki, quien en su libro Una bomba sobre Hiroshima evoca unos recuerdos consternadores: "En ese día, mi madre corrió tratando de escapar de las llamas, cargando a su esposo herido en su espalda y tomando a su hija de siete años de la mano. Vio pilas de cadáveres humanos. Aves por el suelo incapaces de volar porque sus alas se habían quemado, los cadáveres de perssonas, gatos y peces caían corriente abajo. El cielo oscuro relampagueó, y pronto una lluvia aceitosa cayó del cielo".

Las cuestiones y los horrores que Maruki evoca en su libro de dibujos persisten en el recuerdo de muchos, y sería muy conveniente que no se olvidasen el horror y la consternación vividos en Hiroshima, porque nos ayudarían a recordar la barbarie de la que el hombre es capaz.

Recordar para no repetir, como dijo Sigmund Freud, quien respondió lo siguiente a Albert Einstein cuando éste le preguntó acerca del porqué de la guerra. Freud contestó: ''ƑY el porqué no de la guerra?''. Pensando con Freud habría además que preguntarse acerca de ese grito primordial con que nacemos, cargado de pánico, terrible y desgarrador, de miedo y de esperanza, que encubre las sombras de las generaciones muertas, la elegida de los siglos desaparecidos, la patética evolución bajo otros soles, el amanecer de otro mundo, el desamparo originario del hombre y el dualismo pulsional (vida-muerte) que nos habita y nos compete a actuar, en ocasiones, como verdaderos depredadores de nuestros semejantes.

Evocar el horrendo suceso de Hiroshima, aquella siniestra mañana que en instantes cubrió la ciudad de cadáveres y destrucción, nos habla descarnadamente del instinto de muerte que Freud conceptualizó de manera magistral. Amanecer de Hiroshima con árboles desnudos y negros y un sol remoto y exangüe, cejijunto y somnoliento, lleno de llamas clavadas en el ataúd de plomo de un cielo envuelto de más llamas gaseosas en la mañana sórdida, oscura, hermética y agria en la que apenas se divisaba una luz amarillenta a punto de extinguirse en la niebla que redoblaba la hostilidad, con que despertó lo que quedaba de vida en un laberinto siniestro para darle la razón a Freud al alertarnos sobre el instinto de muerte que nos habita.

Escenas dantescas que se han repetido a lo largo de la historia de la humanidad, y peor aún, se siguen repitiendo en este comienzo de siglo; escenas que sacuden con un frío helado nuestros huesos y nuestras mentes y repetimos sin enmienda alguna. El hombre nuevo, aquel que se enseñorea de su tecnología cibernética, parece proyectar entre tumbas entreabiertas por las garras del olvido su herencia de guerras hacia el extraño entierro nuclear, lugar de la cita inaplazable y siniestra.

Rosa nuclear trepadora que enreda en las ramas de los árboles al hombre nuevo electrónico y cibernético, que huérfano de vida vive en el misterio, contempla los misiles en su patria nueva, el gran cementerio de la razón y la cordura, en la ignorancia total por el respeto al otro y a sí mismo, a su propia vida y a la de los demás. El hombre nuevo que mira la guerra por televisión cual si mirara un espectáculo más de esos que alcanzan un alto rating por lo efectista de sus escenas, pero parece olvidar que aquellos que mueren son también él mismo.

El hombre nuevo que tal parece no ha aprendido la lección quizá deba recordar, para no repetir, lo enunciado por Freud: detrás de la compulsión a la repetición, actúa silenciosamente la pulsión de muerte. Quizá debamos también recordar que la muerte se esconde donde no tiene dónde.