DOMINGO Ť 12 Ť AGOSTO Ť 2001
Eduardo Galeano
La abnegada
La esposa hacendosa no retoza ni reposa.
Julieta, la señora de Camargo, vivió obedeciendo, por mandato bíblico y por tradición histórica. Para entonces ya se habían difundido bastante la máquina lavarropas, la aspiradora eléctrica y el orgasmo femenino, que habían llegado poco después de la penicilina; pero Julieta sólo salía para hacer las compras, y no se enteraba más que de los chismes del barrio.
Ella barría, lustraba, enjabonaba, enjuagaba, planchaba, cosía y cocinaba. A las doce en punto de cada día servía el almuerzo, y a las ocho en punto la cena. Escuchaba al marido sin abrir la boca; y entraba en la cama rogando a Dios que él estuviera dormido.
Una vez, Julieta fue a visitar a una hermana enferma. Regresó al atardecer, y encontró al marido muerto. Un vecino, Gerardo Mendive, la vio cuando ella abrió la puerta al médico. Estaba vestida de luto.
Desde entonces, dicen, Julieta cambió de barrio, de nombre y de vida. También dicen que, años después, ella corrigió algún errorcito de esta versión de los hechos.
Se lo contó, dicen, a una sobrina.
Cuando volvió de casa de la hermana, Julieta encontró al marido pataleando y boqueando, bizco y de color tomate.
-Ya va a estar, querido, no te impacientes.
Cocinó un banquete de ravioles de salmón y merluza a la vasca y a las ocho en punto sirvió, como de costumbre, la cena. Comprobó que él estaba definitivamente quieto, se vistió de negro y llamó por teléfono al doctor.