Ana
García Bergua
Hay una foto muy famosa de José Emilio Pacheco, tomada por Rogelio Cuéllar, en la que el autor de Morirás lejos aparece en estado de plenitud bibliográfica, rodeado de miles y miles de libros. Es cierto que a algunos animales humanos no sólo los escritores; también los lectores muy apasionados, los académicos y todos los que de alguna manera están cerca de la letra nos agrada rodearnos de estas criaturas, quizá no como José Emilio Pacheco en aquella fotografía, en la que los libros forman a su alrededor una especie de paisaje montañoso, accidentado y caótico, pero sí en clásicos libreros o ubicuos montoncitos que pueden llegar a alcanzar la talla y hermosura de verdaderas torres o columnas de estilo diverso. Desgraciadamente el afán de poseer libros no suele acompañarse del éxito monetario y mucho menos del inmobiliario, por lo que es común que las casas de bibliófilos, bibliófagos y bibliómanos sean por lo regular chicas: de ahí esas extrañas conformaciones, regulares o no, colocadas en orden alfabético o siguiendo el capricho goloso de un lector indeciso en sus géneros, que poblarán su casa en lo que reúne el dinero, el ánimo y el ingenio para mandarse hacer otro librero y colegir dónde ponerlo, si encima del refrigerador, debajo de la televisión o en lugar del clóset, en el caso de que ame más a los libros que su aspecto. La gente cuya casa está invadida de libros posee características fijas: está llena de alergias y caprichos y detesta la pregunta del ingenuo que quiere saber si los ha leído todos, como si los libros fueran un artefacto utilitario, de leer y tirar. Según las preferencias de cada quien, poseen libros perrunos o libros gatunos: los primeros siguen a su amo por toda la casa, en ejemplar suelto o en montocito, y son capaces de viajar incansablemente del sofá a la mesa del comedor, a la mesilla de noche o a los cafés. Incluso padecen incomodidades en las maletas o a veces arriesgan la vida en el revistero del baño; es tal su fidelidad que con tal de seguir siendo leídos son capaces de perder la superficie lisa de sus páginas y dejar que con el vapor de la ducha se les borren algunas letras. En cambio, los libros gatunos se quedan dormidos en cualquier parte e incluso se agazapan debajo de cualquier montón de hojas sueltas, prospectos y anuncios, para que su caprichudo dueño no les interrumpa la holganza. A los libros gatunos uno pasa la vida entera buscándolos, pero se ven hermosísimos cuando uno los descubre acostados displicentemente sobre el televisor, invitando a que uno los acaricie. Algunos rasguñan, pero esa ya es otra cosa. Hay quien insiste en que dejemos de tener libros, en que lo leamos todo en la computadora, en que dejemos de arriesgar la vida, la salud y la convivencia practicando aquella arquitectura efímera con ladrillos escritos en casas que no tienen ni siquiera lugar para parar un librero, que poseer tantos libros no es lo mismo que leerlos. Hablan también de las bondades, muy ciertas, de las bibliotecas públicas. Y en alguna medida deben tener razón. Pero vuelvo a la fotografía de José Emilio Pacheco y a aquella plenitud del escritor cobijado por sus libros, que parece decir: este es mi paisaje, mi ciudad, mi materia. Y de alguna manera, aquellos montones de libros que pueblan nuestra casa son eso, son paisajes, lugares, vidas que nos sonríen desde sus tapas y nos recuerdan que allí estábamos, o estuvimos, o deberíamos estar y dejar de hacer lo que estemos haciendo para retornar a ellos. Y además nos acompañan y no dependen de la electricidad o la línea del teléfono, como si fuesen, más bien, una extensión orgánica de nuestras propias manos. Hace poco me dijeron que la vida del compact
disc, la panacea de nuestro fin de siglo XX, el disco que cobija en
su pequeño espacio toda clase de letra, música e imagen,
está condenada por un plazo fijo: los CD sólo duran veinticinco
años y luego se borran. Quien los colecciona y quienes coleccionan
música no tienen otro remedio que armar sus compactas torres de
compacts en la casa, culminadas con un cenicero o una cabeza de
gato de madera ha de saber que de repente los ladrillos de sus construcciones
se convertirán en eso, en simples ladrillos. Como si el viento se
llevara la letra de todos nuestros libros y los convirtiera en muros, en
columnas. José Emilio Pacheco, en aquella foto, se hallaría
en un paraje rocoso y desértico, en lugar de aquel edén de
páginas escritas que lo rodea. Lo más probable es que inventen
algo que perdure más y sea más pequeño, pero no estoy
segura de si será mejor que tener la casa habitada de libros. Es
curioso que en esta época en que sabemos tanto sean cada vez menos
cosas las que podemos imaginar sobre el futuro más cercano. Yo ya
sólo tengo la certeza de que mientras pienso y dudo, mi librero
me contempla.
Naief
Yehya
Defender los derechos de autor a El crimen de Dmitri
La estrategia de la frustración
Copiar a la humanidad
Desde sus inicios en los años ochenta, la obra plástica de Marisa Lara y Arturo Guerrero ha representado el continuo enfrentamiento de su yo interno con la otredad. Portadores de un gran bagaje filosófico, su trabajo revela ecos de pensadores tan variados como Nietzsche, Bachelard, Baudrillard y Lipovetsky, entre otros. En perpetua cavilación sobre el devenir del ser humano en el maremágnum espiritual que nos ha tocado vivir, Marisa y Arturo se preguntan y nos preguntan qué somos y, sobre todo, qué podemos llegar a ser. Imbuidas en una suerte de "realismo poético", sus pinturas más recientes, en las que aparece la figura humana reducida a su apariencia, me remiten a Emmanuel Levinas, el filósofo de la alteridad: "La aparición del ser es posiblemente apariencia. La sombra se toma como una presa, la presa es abandonada por la sombra." Las presencias y ausencias apariencias que se vislumbran en estos lienzos dan cuenta de la intensa exploración técnica, formal y conceptual que la pareja lleva a cabo cada vez que se interna en una nueva serie temática. Su quehacer artístico ha reflejado, también, un profundo interés por la cultura popular en el sentido de pop urbano. ¿Hacia dónde caminamos en la ciudad-jungla que nos devora y nos condena a la masificación colectiva? En el arte de Marisa y Arturo, la condición humana es el epicentro que genera un torrente de cuestionamientos existenciales que proveen al espectador de nuevas visiones de la realidad. Sus imágenes, certeras y conmovedoras, son una invitación a combatir y resistir en el sentido sabatiano a la deshumanización provocada por los avances tecnológicos, los fundamentalismos ideológicos y las aberrantes luchas por el poder. En Corazones de asfalto, que se presenta actualmente en la Galería Óscar Román, Marisa y Arturo reflexionan en torno a la relación del cuerpo masculino y femenino en confrontación con los espacios públicos y privados, a partir de las rutas y caminos que van hacia el otro. Su trabajo reciente despliega un novedoso repertorio de evocadores códigos sígnicos y fetiches que representan las huellas de la existencia. Ser en cuanto dejar una huella volvemos a Levinas significa pasar, partir, absolverse. Por eso todo signo es, en este sentido, una huella. Concluye el filósofo: "Cada hombre es la huella del otro." Los corazones de asfalto de Lara y Guerrero palpitan, desenfrenados, en estas pinturas que homenajean al cuerpo humano como habitante anónimo de una voluptuosa ciudad que a decir de Marisa "gozamos, abusamos, tratamos como una puta, no la cuidamos... pero en la noche, a ritmo de la música y unos tequilas, ¡nos vuelve sauvages!" A manera de collage, utilizando un plano de la Guía Roji, Marisa entreteje en el interior de un enigmático e impersonal cuerpo femenino las coordenadas de una ciudad cuyas arterias conducen a distintos puntos sensoriales. El mapa de la vida se compone de fechas, lugares y acontecimientos, y cada ruta remite a vivencias, experiencias y recuerdos. Así, Marisa traza su cartografía íntima a partir de los entrecruzamientos y encuentros que han marcado su existencia. Sus pinturas son atmósferas evanescentes en las que el espectador se interna en un bosque de signos, dispersos con tiento en armoniosas composiciones de una fina calidad dibujística. También presenta obra realizada en soportes alternativos. Arturo se centra en el cuestionamiento de la individualidad del hombre en relación con el espacio público y privado. Sus personajes, como surgidos de las tiras cómicas, son clones que se repiten en serie, deliberadamente, haciendo énfasis en la pérdida de la identidad. Prisioneros dentro de su elegante coraza de traje y corbata, sus "hombrecitos" son el símbolo de una sociedad absurda que ha convertido al ser humano en un ente vacuo, frío y mecanizado. En contraposición con las pinturas casi etéreas de Marisa, Arturo recurre a texturas gruesas e incorpora elementos y materiales extrapictóricos para acentuar la densidad de sus ambientes. En ocasión de su exposición retrospectiva en el Museo José Luis Cuevas (El oxidado espíritu del siglo, 1998), llamé a la pareja "cronistas ontológicos de su tiempo". Y, en efecto, en sus últimas exhibiciones La construcción del día, Galería Óscar Román, 1998; El hábito de la luz, Casa Lamm, 2000; Los ojos de la memoria, Universidad Autónoma Metropolitana, 2001 se revelan como testigos y críticos implacables de la realidad contemporánea, siempre a partir de su relación del yo con el otro. Ahora los percibo como "funambulistas", cuyo espíritu valiente y audaz les permite dominar el difícil arte de avanzar en la cuerda floja sin caer. |
Javier
Sicilia
En su Política, Aristóteles prometiendo que el tema lo desarrollaría más ampliamente en Poesía, un libro que nunca escribió o que no se ha encontrado afirmaba que la sustancia de la tragedia y, en consecuencia, de la poesía, es la catarsis. La palabra se remonta a la religión mistérica y se refiere al periodo en que el alma, después de la muerte, se purga de sus pasiones. En el orden de la poesía, la catarsis se refiere a lo que los místicos llaman el paso de la meditación, mediante la purgación de los sentidos, a la contemplación o, como lo refiere Henri Bremond, a "la sustitución de las actividades de Animus por las actividades de Anima; en suma, [al] tránsito del conocimiento racional al conocimiento real y poético". El proceso si atendemos a las descripciones que hacen los místicos de él (piénsese en el tratado sobre La noche oscura de San Juan de la Cruz) o a lo que de poesía hay en un poema (piénsese en los instantes privilegiados en los que un poema adquiere el rango de poesía) es difícil. Esto se debe a que, al menos en Occidente y con mayor fuerza en el Occidente contemporáneo, el mundo de la razón y de los sentidos quiere dominar sobre el de lo "irracional". Cuando Anima, a través de un proceso purificador provocado por la gracia, logra sobreponerse a Animus, el ser humano entra en el proceso de la experiencia poética y mística. Para el místico, esta experiencia, que va ahondando hasta llevarlo a la intimidad de Dios, basta; para el poeta, en cambio, que entra sólo en los prolegómenos de esa contemplación, no basta. Por ello, el místico sobre todo si no es San Juan, conforme más se adentra en esa experiencia, menos experimenta la necesidad de comunicarla (¿cómo podría mostrarle a un ciego de nacimiento lo que es la luz?). El poeta, en cambio, está siempre atormentado por la necesidad de comunicar esa experiencia al Anima de otros, por lo que recurre a Animus sometiéndolo a un proceso por el que el lenguaje, a través de ritmos, metáforas, metonimias, analogías y otras formas de domesticación del lenguaje, logra revelar algo del misterio que se dirige al Anima del lector. El poeta, en tanto poeta, no puede dejar de hablar. "Ahí dice Bremond reside su gloria y al mismo tiempo su irremediable debilidad. Le es ofrecido un tesoro que se apropia y que, por efecto de esa magia verbal que conocemos, llega a ser un poco nuestro: en eso consiste la gloria del poeta. En la prisa que tiene por explotar y transmitir ese tesoro, el poeta ciñe mal, no se apropia más que de la superficie: en eso consiste su debilidad." Pero sin esa debilidad del poeta, los seres humanos estaríamos sumidos en la oscuridad de la racionalidad, ajenos al misterio. ¿Qué sería de la religión sin la expresión poética de todas las artes?: un cúmulo de reglas morales tan estrechas como las reglas jurídicas de la polis. Tal vez por ello, una de las razones de la decadencia religiosa en Occidente se deba a la pérdida del arte en la Iglesia; tal vez por ello también, ese gran poeta que fue Dostoievski haya exclamado en un siglo que comenzaba a ideologizarse y a hacer del misterio del mundo un interpretación racional: "La belleza os hará libres." La belleza que es el ropaje de Dios y de la Verdad, el encuentro de Anima con el misterio o, como lo dijo admirablemente ese poeta católico, discípulo de Gandhi, Lanza del Vasto: "las muchas habitaciones que hay en la casa del Padre", en la casa de la Verdad. Sólo cuando Anima ha logrado sobreponerse a Animus y hacerlo servir para comunicar su experiencia se toca lo real. Tan cierto es que hay verdades que sólo se aprenden de rodillas. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.
Luis
Tovar
Desde 1998 y hasta finales del año pasado, el autor de estas líneas colaboró en una revista de cine todavía en circulación. Durante todo ese tiempo quise publicar allí una columna en la que hablara del pago por decirlo de algún modo hecho por el cine a una de las bellas artes que lo nutren y de la cual, hoy por hoy, parece indisoluble: la música. Como un servidor no era quien tomaba la última decisión, la propuesta fue rechazada y, con toda seguridad, olvidada de inmediato. Sin embargo, la idea sigue pareciéndome interesante, sobre todo si se piensa en las manifestaciones artísticas en general como en lo que realmente son: un conjunto de vasos comunicantes. En un curioso afán purista que por fortuna no sobrevivió mucho tiempo, al cine se le tachó, desde sus inicios, de ser una especie de ladrón formal que tomaba de aquí y de allá sobre todo del teatro, como puede suponerse para construirse un código propio, como si otras disciplinas no hubieran hecho, desde siempre, algo parecido. Ya superada la fútil acusación, el cine no tardó en demostrar que poseía, sobradamente, los atributos indispensables para ser respetado como una expresión artística y de ahí, desde luego, el conocido mote de "séptimo arte". Música, maestro
Los ejemplos sobran, y de seguro usted ya está pensando en los que más y mejores recuerdos le traen. Permítame hacer lo mismo y traer aquí unos cuantos insoslayables. 1) La Novena sinfonía de Beethoven asociada a La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick; ¿o usted ha olvidado la malevolencia infinita en los ojos de Alex De Large (Malcolm McDowell) mientras escucha a su "querido Ludwig Van" luego de una larga noche de ultraviolencia? ¿Se le ha borrado la irreverente y provocadora danza de los cristos, lograda a base de música y edición? Desde luego, tiene que recordar el pacto político entre Alex y su convenenciero mecenas, mientras restalla imponente el final de la sinfonía. Y no es la Novena, pero sin duda usted asociará "Singin in the Rain" no únicamente con el simplonamente feliz Gene Kelly en la película homónima, sino también con el Alex kubrickiano marcando el ritmo de la canción con las patadas que le asesta a una de sus víctimas. 2) "Los sonidos del silencio", de Paul Simon y Art Garfunkel, en El graduado (The Graduate, 1967), de Mike Nichols, pues los primeros acordes de la famosísima canción ya son inseparables de la imagen de un muy joven Dustin Hoffman a bordo de un autobús que, todos lo sabemos, no lo está llevando tanto de un punto geográfico a otro, sino de un estado de ingenua inconsciencia a otro que algunos gustan llamar "madurez". Posiblemente la música folk alcanzó, gracias a la afortunada asociación de "Los sonidos..." con esta cinta emblemática de una generación entera, no sólo su más duradero éxito en cuanto a un sencillo, sino un estatus que algunos puristas del medio musical todavía le regateaban en aquel tiempo. 3) Las deliciosas versiones, los sorprendentes matices que Ennio Morricone nos dio en cada arreglo suyo a "Amapola" en Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), de Sergio Leone; cada uno de los actos, afortunados o no, de "Noodless" (Robert De Niro antes, mucho antes de que se acostumbrara a sobreactuar o al juego de la autoparodia), y lo mismo cada sentimiento expresado en su rostro, están puntuados ya por la melancolía, ya por la dulzura, ya por un extraño sentido de la fatalidad, expresados con exactitud inusitada por esa inolvidable canción, que Morricone dosifica con la maestría que lo ha ubicado en uno de los peldaños más altos como musicalizador cinematográfico. 4) El archifamoso tema que Nino Rota compuso, junto al resto del soundtrack, para El padrino (The Godfather, 1972), de Francis Ford Coppola; en sólo doce notas, el compositor fue capaz de resumir y simbolizar no únicamente lo que Vito Corleone (para muchos el mejor Marlon Brando que nunca ha habido) significa hacia dentro y hacia fuera de la historia que se narra, sino también logró añadir, al personaje mencionado y a la película entera, una carga emocional que mucho ayudó a convertirlos en lo que ahora son: uno de los momentos más cercanos a la perfección cinematográfica (suponiendo que tal cosa exista) o, por lo menos, el mejor ejemplo de que hay personajes, escenas, secuencias y películas que serían muy otra cosa sin la música que nos las volvió tan indelebles como un tatuaje. Se quedan en el tintero o, para ser más
precisos, en el oído de la memoria temas y más temas correspondientes
a decenas de filmes que demuestran fehacientemente lo dicho antes: ya se
trate del recontrafamoso "Tema de Lara" sin el cual Doctor Zhivago,
de David Lean, resultaría incompleta; o del montón de canciones
sesenteras, cuyo ritmo y sentido Quentin Tarantino volvió a poner
de moda, el cine ha pagado su deuda, al menos con la música,
en el primer caso produciendo piezas que nacieron para ser indisolubles
de la imagen a la que acompañan, y en el segundo confiriéndole
a una melodía o a una letra en particular, un sentido ni siquiera
sospechado por su compositor.
Michelle
Solano
Para Sergio Zurita... aunque nunca nos pongamos de acuerdo. Esta es la última entrega que corresponde a Las metamorfosis, ensayo escénico sobre momentos del poema de Ovidio, por lo que además de atender El río de la pasión, se vuelve necesario un análisis del conjunto. A pesar de que este tipo de textos no son convocados frecuentemente a nuestra escena, aquí queda de manifiesto que las posibilidades que ofrecen son infinitas. Llevar a escena un texto de dichas características parece sencillo si se piensa en un montaje que se limite a representar las palabras y los hechos, los personajes y su circunstancia. Y es aquí donde el título de "ensayo escénico" cobra validez y justificación absolutas. En realidad los tres ríos propuestos como ejercicios subsisten por sí mismos, aunque conforman una unidad gracias a que los directores trabajan a partir no sólo del texto sino de las imágenes que les fueron reveladas por el mismo y que se traducen en algo semejante a lo que ocurre con algunas obras musicales que después son retomadas por otro compositor o ejecutante; una especie de "variaciones sobre un tema de ". Esta característica debiera aplicarse a cuanto teatro se representa, sobre todo si se trata de lo que a algunos les da por llamar "obras de repertorio", aquellas que conforman parte fundamental del teatro del mundo, ya sea por la importancia del autor o por la inmediatez con que son acogidas por el público; innumerables son los textos que pueden considerarse dentro de este grupo, tales como Romeo y Julieta, Hamlet, Otelo, de Shakespeare, o las tragedias griegas, por mencionar algunos; me refiero a todas aquellas obras que no es raro encontrar en cartelera, ya sea a cargo de un director reconocido, uno incipiente, uno nacional o uno extranjero. El caso es que a lo largo de su historia como espectador, somos perfectamente capaces de recordar varios (por lo menos dos) montajes de la misma obra. Amén de quien responda por las actuaciones, la dirección y el largo etcétera que conforma la lista de créditos en un programa de mano, la realidad es que, salvo contadas excepciones, se ha vuelto un recurso manido el llevar a cabo una "versión libérrima", una adaptación, o la otra fórmula manoseada de "basado en textos de fulanito de tal" o "a partir del texto de Don Juan de las Pitas". No todo es desventaja y, en estos casos, dichos sucesos teatrales quizá funcionen para fines didácticos, pero a juzgar por los resultados y conste que no hablo de los pareceres de La Gente de Teatro, una de las malas cosas que se han conseguido es alejar al público de los teatros porque, siendo muy sinceros, ¿concibe usted algo más aburrido que asistir a una función cuando de entrada ya le son conocidos los personajes, los conflictos, el final, la trama, pues? Es entonces cuando se agradece que los directores empleen mejor sus recursos, jueguen con el texto o, como diría Pero Grullo, se suelten el chongo. En Las metamorfosis se atreven, se dan el lujo. Pero el hecho más importante es haber logrado que el público entrara en el aro, que lo hayan sorprendido sin recurrir a grandes aspavientos o a pirotecnia teatral. El río de la pasión, dirigido por José Caballero y Marcela Diosdado, es quizá el más vertiginoso, y no tanto por el uso del espacio (apenas dos habitaciones de la Casa Azul) sino por la fuerza que se logra en la unión entre el texto y las imágenes creadas para su devenir. Se establece una atmósfera coherente y sólida en la que no se le permite al espectador ni un segundo de distracción, de sosiego. Los escasos elementos escenográficos permiten una serie de juegos, de movimientos precisos, a través de los cuales cobran significado muchos detalles del trazo escénico. La anécdota, al igual que en El río de la envidia y El río de los sueños, discurre a partir de los mitos, en este caso de Ifis, Atalanta, Mirra, Medea y Aretusa, encarnadas todas en una suerte de adolescentes en un internado o una casa para enfermas mentales, que descubren los avatares de las distintas aristas de la pasión: enfermiza, inexorable, envolvente, impune. Y un Orfeo vestido con sotana. Aquí se establece la unión entre el texto de Ovidio y el ensayo escénico: la conexión entre la mitología y el cristianismo, entre lo pagano y lo religioso. Pasado y presente que sirven como advertencia del futuro. Bien y mal, todos los binomios o ninguno, pero sin cargas moralinas ni juicios maniqueos. Las actuaciones sobresalen por sí solas, en conjunto y en la totalidad, pero también en los momentos en que un solo personaje tiene a su cargo la obra. Sandra Burgos, Talía Marcela, Marsé Carrera, Magali Boysselle, Elea Bárcena, Rubén Cristiani y María Sarfati, un elenco cómplice en todo momento, sin tropiezos y harto sustancioso. La fuerza de las actrices, la invención bien trabajada de sus personajes son un acierto. Al final del recorrido por los tres ríos, el público se reúne en el punto de partida para asistir al epílogo a cargo de María Sarfati y permitir que los extremos del círculo se cierren; después de un monólogo equilibrado y conmovedor, uno participa de un festín opíparo y es entonces cuando tiene en sus manos un material que le permite sacar sus propias conclusiones. Así se cierra también este espacio, que desde hoy inaugura la posibilidad de interacción con usted, amable lector. |