Jornada Semanal,  12 de agosto del 2001 
Agnieszka Kawecka
cuento

Tormentas 

Hilando las frases de manera que su sonido produzca una cadencia onírica, Agnieszka Kawecka nos habla en este cuento de varios ciclos naturales: el día y la noche, el sueño y la vigilia, la vida y la muerte... El sosiego de la protagonista –y el del lector que la acompaña– está cifrado en la furia de la tormenta o de su repentina extinción, así como en la realidad o virtualidad de un gato que, como todos los felinos, puede no estar ahí aunque los ojos juren verlo.

Los pesados nubarrones formando torbellinos alrededor del cielo. El grito de los truenos convocaba entre sus propios ecos al aquelarre de los rayos que desgarraban el cielo, deslizaban sus cuerpos sobre las nubes, enredaban sus colas, sacaban las lenguas esparciendo veneno.

Otra vez se despertó con las manos sobre el vientre. Sintió la ausencia y la añeja incertidumbre salió con el primer suspiro. Los brazos del cielo la atrajeron hasta la ventana. Pegó la mejilla en el cristal, miró hacia afuera. Percibió la humedad mezclada con gotas de lluvia, pesadas y oblicuas como los rayos sobre el cielo; parecían serpientes luminosas, ávidas de nuevas víctimas.

El veneno la cegó por algunos instantes. Retrocedió cubriéndose los ojos con la palma de la mano. Esos segundos de negro silencio la remitieron a una sola imagen; un pequeño gato acurrucado al lado del tubo del desagüe, mojado hasta los huesos.

Abrió la ventana de par en par y sin importarle la lluvia se asomó para cerciorarse de que su visión había sido real. Continuaba ahí, agazapado, temblando de frío.

No pudo hacer más que salir a su encuentro. Los latigazos del granizo golpearon su rostro. Corrió mientras las lágrimas se fundían con la lluvia, hasta llegar al desagüe. Seguía ahí, ojos cerrados, callado, como si la vida se le hubiera ido con el bramido de los truenos. Lo tomó entre sus manos, cabía perfectamente sobre las dos palmas. Lo estrechó contra sus pechos y corrió de regreso.

La tormenta retrocedía su embestida, el gatito hecho ovillo ronroneaba sobre su vientre. La añeja ausencia había desaparecido y el sueño arrulló a los dos. Nadie sabe qué soñaba el gato aquella noche, pero ella se encontró en el desagüe, acuclillada sobre el suelo. El cachorro estaba muerto y las serpientes luminosas mordían su corazón. No había más que hacer, sólo aullar con la voz de los perros callejeros que lamían sus ojos, suplicando piedad. Colas empapadas, metidas entre las patas, el temblor de sus cuerpos, y el prolongado aullido que salía de su propia garganta.

Cadenas de gatos solitarios descendían de las chimeneas, entre la orgía de los rayos. Maullidos desolados, sus ojos clavados en los de ella, una súplica, un quejido. A lo lejos, su madre en vestido de novia dentro de un ataúd, su padre a los pies de éste, con el rostro sin ojos. Alrededor, animales callejeros y sus lamentos; únicos compañeros de esa agonía. Ella en medio, cegada por los rayos, encadenada por la lluvia.

La despertó un leve ruido, miró su vientre. No había nada ahí, aunque las huellas del calor y las vibraciones del ronroneo le anunciaron que no todo había sido un sueño.

Corrió hacia la ventana, la abrió de par en par y vio la sombra del cachorro sobre la cornisa. Se había ido después de la tormenta, a buscar sus propios caminos.

La noche siguiente las pesadas gotas de lluvia bailaron sobre la ventana. Se levantó adormilada, tocó el vidrio y sintió la humedad que ahora la traspasaba, envolvía su mano. Extrañada, observó durante un largo rato cómo el agua absorbía todo su cuerpo, y de pronto se encontró dentro de una enorme gota; paredes frías, impenetrables.

La lluvia la llevó afuera, hacia arriba. Bajo sus pies yacía la ciudad y miles de gotas encarcelaban a la gente.

Ascendió aún más, se acercó a la luna y vio a una gigante con las manos cruzadas sobre su vientre. Era la Tierra, y de su rostro caían enormes lágrimas que descendían hasta el suelo, aprisionaban en su interior las casas, los árboles, la vida.

Intentó liberarse de su cárcel, mientras las serpientes luminosas la llevaban de regreso. El viento azotó su cúpula de agua hasta estrellarla contra la copa de un árbol. Cayó sobre un arbusto, se llenó de espinas. Una corona de púas cubrió su frente, mientras de los alrededores surgían las sombras de gatos y perros. Sus quejidos le taparon los oídos.

No había más que hacer, sólo morir entre aquel dolor alimentado por la tormenta. Se acurrucó en el primer desagüe que encontró y permitió que las aguas negras inundaran sus pulmones.

Los tímidos rayos del sol acariciaron sus párpados. Despertó exaltada, con las manos sobre su vientre. El llanto ahogaba su garganta. Todo había sido otro sueño.

Buscó ansiosa al gato, pero él no había regresado. Sólo estaba el cielo extendido arriba, fecundado por el azul. El sol levantaba su corona sobre los tejados, le coqueteaba a su propio reflejo en los charcos.

Olía a tierra mojada, a renacer.

Se cubrió con una bata y bajó hasta la calle. Perros callejeros tomaban agua cerca del tubo del desagüe. Un pequeño gato lamía sus patas, haciendo su aseo matutino. Otro, mucho más grande, dormía plácidamente sobre la vieja barda del parque. Avanzó hasta ahí, se adentró en los olores de la hierba. Entre los arbustos llenos de espinas encontró un cadáver. Era una de las víctimas de la tormenta. Cerró los ojos y con un suspiro despidió al cuerpo; no podía hacer más.

Caminó sin rumbo hasta llegar a una banca. Se sentó, miró de frente al sol. Sus rayos la cegaron por un momento provocando una ligera sonrisa sobre sus labios. Sabía que pronto vendría la tormenta. Estaba preparada.