MARTES Ť 14 Ť AGOSTO Ť 2001
Ť Ugo Pipitone
Toledo
Con Alejandro Toledo en la Presidencia de Perú hay varios elementos de novedad: por primera vez un indígena al gobierno del país y, por otra parte, el renacimiento de la esperanza en un nuevo ciclo de desarrollo. Será que la vida lo vuelve a uno conservador (o sea, más consciente de los resultados a veces desastrosos de esperanzas que nacieron virginales), pero la observación del pasado latinoamericano aconseja no echar las campanas a vuelo.
Los bombos y platillos patrióticos que atronaron los inicios heroicos de los gobiernos de Perón, Getulios Vargas, Alan García, y muchos otros, concluyeron a menudo con tonos de marcha fúnebre. Hasta hoy, ningún país de la región ha encontrado un camino firme hacia la salida de aquello que en la edad anterior al politically correct se llamaba subdesarrollo. Esta es nuestra terca realidad. Toledo se enfrenta ahora a escenificar una nueva pieza en un teatro donde casi todas las piezas anteriores registraron fracasos tanto de "público" como de "crítica". Valdría la pena que lo recordara, en el caso que los entusiasmos iniciales le obnubilaran la memoria; que supiera que lo espera a él y a su país un viaje con vientos contrarios (adentro y afuera de Perú), para no hablar de escollos inesperados y sirenas varias.
El otro elemento de novedad es el origen indígena de Toledo. Y aquí la esperanza adquiere contenidos de rescate social, de reafirmación de una identidad negada. Una corriente que embiste toda América Latina en estos años: desde los indígenas de Chiapas a los ecuatorianos, pasando por Brasil y hasta llegar a los mapuches chilenos. Reconozcamos que la globalización ha activado a lo largo del mundo una multiplicidad de intentos de restauración de identidades vapuleadas: el localismo, el indigenismo y la religiosidad exaltada.
Y sin embargo, no hay sobradas razones para suponer que un presidente de origen indígena termine por ser un buen presidente. Como tampoco las hubo a su tiempo para suponer que los gobiernos de dos mujeres (otro "sector" discriminado), como Indira Gandhi y Golda Meir, fueran positivos para India e Israel. Pero Toledo no tiene solamente la virtud de ser indígena (virtud en el sentido de ser alguien interesado en romper el pleonasmo "indígena pobre"), también es una criatura de Stanford. Dicho en síntesis: expresa pasado y presente; localismo orgulloso y cosmopolitismo. Encarna así el reto de establecer caminos en que el "problema indígena" no sea visto con añoranza hacia un mundo mítico de armonías encerradas en sí mismas. Escaparse de las retóricas cruzadas del mercado (como clave universal del desarrollo) y del indigenismo (como nostalgia mítica) es el reto de Toledo.
La guerra que lo espera tendrá varios campos de batalla: romper el pleonasmo indígena-pobre y, al mismo tiempo, encontrar caminos de crecimiento capaces de activar energías adormecidas en la miseria y constituir instituciones creíbles, democráticas y eficaces. Una empresa en que hasta ahora nadie ha salido en estas partes del mundo claramente vencedor.
Cualquier cosa que sea el desarrollo (más que los indicadores macroeconómicos cuyos promedios son la forma matemática de la mentira), es la creación de las condiciones en que el hijo del campesino se vuelve electricista y el hijo del electricista, ingeniero. Desarrollo o es esto o no es nada. Tengo frente a los ojos dos ejemplos de recorridos individuales que, por desgracia, son aún excepcionales. Primero: el hijo de un campesino guerrerense semianalfabeta que se convierte en alto oficial del Ejército mexicano y cuyo hijo estudia ahora un posgrado en Oxford. Segundo: acabo de conocer a un policía de tránsito de la ciudad de México que, en sus turnos libres de 24 horas, se dedica con resultados no irrelevantes a la pintura. Ejemplos mínimos, de acuerdo. Pero eso es el desarrollo: el camino en que estas excepciones se convierten en reglas. Esperemos que Toledo tenga éxito ahí donde muchos otros gobernantes fracasaron.©