REPORTAJE
Crónica de un día en el estudio de filmación de Blade 2. en Praga
Sólo Hollywood es capaz de financiar el cine fantástico de Guillermo del Toro
LEONARDO GARCIA TSAO ENVIADO
Praga, Checoslovaquia. Una vez concluido el festival de Cannes, mi intención era viajar al día siguiente a Praga, donde Guillermo del Toro se encuentra filmando Blade 2: Bloodlust. No había vuelto por esos lares desde que en 1987 un inflexible guardia checoslovaco me bajó de un tren a las tres de la mañana, en un pueblo fronterizo con Alemania (entonces del Este), por no traer la visa correspondiente, aun cuando mi destino final era Hungría.
Catorce años después, los mexicanos ya no necesitamos visa para entrar a un territorio dividido en dos países, la República Checa y Eslovaquia. Pero mis problemas fueron de otra índole. Por no haber vuelos directos entre Niza y Praga fue necesario un vuelo Lufthansa con conexión en Munich. En circunstancias normales el asunto no hubiera tomado más de cuatro horas. Pero la mayoría de las aerolíneas ya no conocen las circunstancias normales.
Las malas noticias comenzaron cuando Lufthansa anunció un retraso de 15 minutos. Eso sólo preocupa a quien esté familiarizado con las patrañas de las compañías aéreas. Quince minutos de retraso ni se anuncian. Generalmente es una señal de problemas mayores.
En efecto, pasaba el tiempo y quienes esperábamos en la sala correspondiente nos dimos cuenta de que el avión estaba aterrizando a la hora supuesta del abordaje. Media hora después -ya teníamos una hora de retraso y el anuncio electrónico insistía en los mismos 15 minutos- una de las empleadas hizo el aviso de rutina de cómo se iba a proceder a abordar. Pero nada pasaba. La gente hacía cola sin avanzar y las sobrecargos estaban paralizadas.
La combativa Erika Gregor, del Foro de Cine Joven de Berlín, sospechó algo raro y decidió bajar a las oficinas de Lufthansa en el aeropuerto para investigar. Regresó con noticias alarmantes. Había una falla técnica en el avión, el retraso era indefinido. Al mismo tiempo empezamos a comprobar no ser los únicos con ese tipo de problemas. En las pantallas, la palabra "cancelado" acompañaba a los horarios de varios vuelos de Alitalia. Otros pasajeros fueron obligados a tomar un autobús a Marsella, pues su salida a Lisboa se había cambiado a ese otro puerto (a dos horas de distancia). Poco después, también se cancelaba un vuelo a Copenhague de la línea SAS.
Las excusas eran dos: unas compañías se lo achacaban a problemas técnicos, otras a las condiciones climatológicas. Llovía en Niza, era verdad, pero no alcanzaba ni siquiera categoría de aguacero. Hasta donde sé, si de causas naturales se trata, sólo con niebla espesa, tormentas fuertes o huracanes se suspenden las actividades en un aeropuerto. La única consecuencia comprobable de la lluvia era el agua que empezaba a caer por las goteras dentro de la terminal. Si la cuestión era viajar al país de Kafka, era apropiado rendir un homenaje mediante una experiencia afín.
Los de SAS al menos tuvieron la cortesía de informar a sus clientes. Nosotros necesitamos bajar a las oficinas de Lufthansa en masa para averiguar que no sólo ese vuelo a Munich, sino el siguiente y otro más a Francfort estaban cancelados; igual, por "problemas técnicos" (ese era el eufemismo o mentira de ocasión para ocultar los paros espontáneos de sus pilotos, en demanda de aumento salarial). Ante la total indiferencia de la compañía, la turba de pasajeros frustrados se había convertido ya en una partida de linchamiento.
Lufthansa debe entrenar a su gente con una filosofía de budismo zen... o de valemadrismo a la mexicana. Pues los empleados del mostrador enfrentaban imperturbables los insultos y reclamos de los clientes, como si se tratara de otro día de rutina. Si se podía arreglar una ruta alternativa, lo hacían con calma chicha; si no, lo notificaban con un encogerse de hombros. Cuando llegó mi turno, una empleada ya mayor me hizo esta oferta: "Sale un avión a Francfort a las siete de la noche. Y de ahí conecta usted a Praga a las 10. ¿Le interesa?" A la chica que seguía de mí le avisó: "Es mi hora de comida. Este puesto se cierra por el momento". La joven le espetó en alemán algo que sonaba a una cruza entre una súplica y una mentada de madre. "Es tut mir Leid" (lo siento mucho), fue su escueta respuesta antes de retirarse.
Había amplias oportunidades para regodearse en el consuelo de los tontos. Las terminales de salida del aeropuerto se convirtieron pronto en una secuela del festival de Cannes. Ahí, por ejemplo, estaba Nanni Moretti con cara de circunstancia. Ganar la Palma de Oro es estupendo para el ego y el prestigio comercial de una película, pero no sirve para volver a casa si los pilotos de Alitalia están en huelga.
Para no hacerles el cuento más largo, mi vuelo a Francfort salió con una hora de retraso. Por supuesto, perdí mi conexión a Praga -el último vuelo de ese día- obligándome a pernoctar en la ciudad alemana. Al día siguiente, llegué a la capital checa a las 10 de la mañana. O sea, 18 horas después de lo previsto. Por carretera, huelga decir, hubiera llegado mucho antes.
Praga se ha vuelto la ciudad de moda para rodajes hollywoodenses. Eso se debe en parte a su belleza arquitectónica -cada esquina de su zona céntrica es una locación en potencia- pero sobre todo a las ventajas económicas que ofrece. Con una tasa de cambio de 40 coronas por un dólar, es una ganga para las costosas operaciones de una producción gringa (como lo fue México después de la devaluación lopezportillista). Además hay una infraestructura idónea -muchos hoteles de primera, un ambiente cosmopolita- y como el cine checo sigue existiendo, eso facilita la mano de obra barata, técnicos con experiencia y buenos laboratorios.
Por eso no debe extrañar que Blade 2: Bloodlust, la secuela a las aventuras de un cazador de vampiros (adaptadas del cómic homónimo), se sitúe en la capital checa. Lo interesante es el hecho que su director sea el mexicano Guillermo del Toro ?El Gordo para los cuates-, quien después de haber realizado una película personal, la coproducción hispano-mexicana El espinazo del diablo, ha aceptado un proyecto de encargo.
A diferencia de Mimic, su anterior producción hollywoodense, ahora Del Toro ni siquiera le ha metido mano al guión, escrito por David S. Goyer, salvo pequeños detalles. Se trata de un vehículo al servicio de su estrella, Wesley Snipes, quien encarna por segunda vez al personaje epónimo. Y el cineasta no pretende convertirlo en un proyecto personal aunque el tema de vampiros le resulte muy afín.
Un singular estudio cinematográfico
Buena parte de la acción de Blade 2 se ha rodado en una fábrica abandonada convertida en estudio cinematográfico, a 15 minutos en coche del centro de Praga. El día de mi visita, Del Toro se dispone a filmar una pelea entre el personaje de Kris Kristofferson y un par de policías vampiros, interpretados por Ron Perlman (quien ya había trabajado con El Gordo en Cronos) y el novato Matt Schulze.
Antes de empezar, el director me lleva en un tour de la escenografía: una réplica impresionante de las cañerías de Praga, redecorada con tubos y fierros de aspecto siniestro, saturadas de vapor emanado de máquinas especiales. En una esquina del drenaje yace un montón de basura: visto de cerca se revela como una pila de restos humanos de utilería. La comparación con Mimic es inmediata, sobre todo porque es obra de la misma diseñadora, Carol Spier.
La iluminación del set le añade una particular atmósfera gótica y se debe a otro mexicano, el cinefotógrafo Gabriel Beristáin, en su primera colaboración con Del Toro. Beristáin, recordemos, fue el primero de la nueva camada en conseguir una carrera internacional; de hecho, obtuvo un Oso de Plata en Berlín por su trabajo en Caravaggio, cuando gente como El Chivo Lubezki y Rodrigo Prieto estaban aún estudiando cine. "Es Caravaggio en el mundo de los vampiros", comenta El Gordo acerca de los claroscuros conseguidos por su fotógrafo en ese ambiente artificial. Ambos se muestran satisfechos de trabajar juntos.
Si bien Blade 2 está producida por la compañía gringa New Line, al servicio de Wesley Snipes, es evidente que las autoridades a la hora de la chamba son mexicanas. Del Toro controla a su equipo multinacional con relajada habilidad y Beristáin le hace eficiente segunda. Del Toro le llama "Gordito" y Beristáin lo corresponde con "Gordo". Los demás miembros del staff les dicen, según su jerarquía, "Guillermo", "Gabi" o "señor". Director y fotógrafo se ponen de acuerdo en mexicano ("pon las tres cámaras y que chingue a su madre"), y luego la decisión se repite en inglés al asistente de dirección, la script girl, el utilero, et al, mientras otros asistentes lo traducen en checo para los encargados de la tramoya.
Fiel a su carácter desmadroso, El Gordo no necesita gritar ni establecer un clima dictatorial para obtener respeto. Mediante bromas, apodos y groserías adolescentes logra desarmar cualquier conato de bronca. Por ejemplo, me toca ver cómo manipula a Perlman y Schulze quienes, actores al fin y al cabo, piden cambios para su lucimiento. El primero propone cantar una canción mientras la cámara lo enfoca. Del Toro lo mira seriamente antes de preguntarle "¿Cuánto me vas a pagar?" El segundo, que interpreta a un vampiro de origen mexicano llamado Chupa, insiste en improvisar nuevas acciones y movimientos hasta que el director lo llama "Hijo de la chingada tan rebelde" (You rebellious motherfucker). En ambos casos los actores se ríen y olvidan sus peticiones. Cuando otros colaboradores -Beristáin, o Jeff, el coordinador de acción- hacen sugerencias más sensatas, Guillermo las acepta con frecuencia.
Por supuesto, lo primero que ha aprendido el director del idioma extranjero son las leperadas. A la menor provocación, Del Toro grita un rosario de groserías checas y los técnicos locales sueltan la carcajada. Suena infantil pero sirve para liberar tensiones.
Los millones de dólares intolerantes
Si alguien supone que el trabajo cinematográfico es sencillo debería asomarse a una filmación profesional. La maquinaria hollywoodense lo hace aún más exigente, pues los millones de dólares invertidos son poco tolerantes con los retrasos o gastos inútiles. Al dirigir Blade 2 en Praga, el realizador Guillermo del Toro ha seguido una agotadora rutina de filmar seis días a la semana en horario nocturno, a lo largo de cinco meses de rodaje. (Las condiciones son tan negreras que El Gordo no pudo asistir al estreno madrileño de El espinazo del diablo, ni al nacimiento de su segunda hija.)
Por lo general, el llamado es a las dos de la tarde, hay un corte a comer a las siete de la noche y la jornada concluye a las dos de la mañana. Aunque la mayor parte de la película se ha filmado en interiores, ajena a la luz del sol, ese horario se debe al quisquilloso reloj biológico de la estrella, Wesley Snipes, quien no es precisamente madrugador.
Del Toro consigue un promedio de 22 emplazamientos por día, lo cual es un ritmo de trabajo más que aceptable para Hollywood. En cumplimiento de lo dicho por Orson Welles, otro cineasta de físico rotundo, El Gordo se divierte mucho con el tren eléctrico más grande del mundo. Cualquiera pensaría, viéndolo sentado frente a los monitores del video assist -la reproducción en video de lo filmado-, que se trata de un desmesurado adolescente ganando en un juego de video; Del Toro celebra los resultados con aplausos o gritos de felicitación, si son de su gusto, o señala lo que ha salido mal con chistes maliciosos. En una ocasión, el operador del steadicam chapotea demasiado el agua del set inundado, creando olas no previstas y arruinando la toma. "¿Alguien le puede quitar los zapatos de payaso a ese cabrón?", grita el director.
En los breves descansos, cuando la tramoya cumple con su chamba de mover cámaras o luces de posición, Del Toro y Beristáin aprovechan para instancias de relajo a la mexicana, terciado por quien esto escribe. La diversión consiste en especular sobre las causas étnico/genéticas de las bondades físicas de la mujer checa, contar chismes sobre la gran familia del cine mexicano o competir en trivia, como nombrar a los personajes secundarios de La Familia Burrón.
A veces la socialización incluye a otros participantes. Repitiendo su papel de Whistler de la primera película, ahora resucitado, está el actor Kris Kristofferson ?Billy the Kid en la melancólica versión de Sam Peckinpah?, cuyo aspecto de patriarca bíblico no concuerda con su afable personalidad. Sin poses de ningún tipo, Kristofferson hace entretenida conversación mientras espera que su doble de acción reciba los madrazos dirigidos a su personaje. Luego llegará su turno de dejarse caer en agua puerca.
Tampoco el trabajo de la estrella es fácil. A lo largo del día Kristofferson se someterá sin chistar al mismo proceso: fingir ser golpeado y remojarse en el agua. Para fines de continuidad, el actor debe secarse el pelo y cambiar su vestuario mojado una y otra vez a lo largo de la jornada. Después de cada toma, el ex cantante sólo le pregunta al director si así es como lo quiere.
Para las secuencias de acción, el trabajo de horas rinde unos cuantos segundos de resultado en pantalla. El intercambio de golpes filmado ese día apenas si constituye una escena. "Esto es como ordeñar una vaca momificada", me dice Del Toro, "te la pasas horas dándole y sólo consigues una gota de leche."
Mientras tanto, deambulan por el set otros actores ya maquillados como los llamados rippers, que entrarán en acción en la siguiente escena. Son otra forma de vampiro horrible en el linaje de Nosferatu, cuya distinción es poseer un cuero cabelludo traslúcido -se asoman las venas del cráneo- y la barba partida, literalmente. Esa es una de las novedades de los rippers: no muerden con vulgares colmillos sino mediante un juego sofisticado de mandíbulas y lengua.
En otro momento Del Toro debe comprobar el funcionamiento de ese mecanismo de controles eléctricos creado por los expertos en efectos especiales, bajo la réplica exacta de uno de los actores. No puedo revelar en qué consiste esa innovación vampírica, pero baste adelantar una eficacia mayor a la lengua metálica del Alien. Asimismo, el director revisa otro efecto, el cadáver carbonizado de un vampiro; está hecho de un material de plástico que se desmorona con un mínimo de presión, descubriendo su esqueleto.
El efecto más impresionante, el que anuncia las cosas por venir en el cine, aparece en la modesta pantalla de la computadora portátil de otro experto. Es la versión digital de Wesley Snipes, de cuerpo completo y girando sobre su eje, lista para ser usada en las secuencias demasiado complicadas para la estrella.
Ya en la noche llega al set un hombre que parece el abuelo de los rippers, pero no es un actor, sino el productor ejecutivo Patrick Palmer supervisando el rodaje. Le pregunta a Del Toro cuántas escenas se han filmado, cuántas faltan por filmar. El director da respuestas satisfactorias y no hay problema. Obviamente, de reportarse algún retraso el intercambio no habría sido tan cordial.
Ese es el dilema para un cineasta como Del Toro. Sólo una industria como la hollywoodense posee los recursos suficientes para financiar su predilección por el cine fantástico. Y al mismo tiempo, nunca deja olvidar sus prioridades como industria. El billete está antes que nada. La expresión personal puede esperar.