LUNES Ť 20 Ť AGOSTO Ť 2001

Leon Bendesky

Mundo feliz

Cuando hace más de siete meses el gobierno estimaba que la economía podía crecer en 2001 a una tasa de 4.5 por ciento se pensaba que eso era muy bueno. Cuando esa tasa se ajustó en el orden de 2.5 por ciento también se dijo que era bueno y, ahora que hay que ajustar de nuevo esa tasa a la baja hasta un nivel de alrededor de uno por ciento o menos, pues igualmente sigue siendo muy bueno.

Uno de los problemas de este discurso político es que de modo creciente se aprecia que el mundo feliz que quiere expresar su contenido se vuelve irreconocible. La apreciación técnica del modo en que funciona la economía, sea ésta buena o mala, verdadera o falsa, suficiente o incompleta, tiende cada vez menos a dar cuenta de lo que ocurre en el terreno de la producción, y de manera mucho más importante se disocia de lo que pasa en la sociedad. Las palabras que se dicen dejan de tener una relación de entendimiento, comprensión o significado para el que las escucha. Se dicen como si la situación económica tuviera que ver con las manchas solares y como si, además, la línea de causalidad entre la explicación y la situación que prevalece debiera ser evidente para todos. Pero aquí no hay claridad alguna entre las causas y los efectos, como pretende la forma de interpretación más convencional y cada vez más simple de lo que pasa en el país.

La falta de claridad proviene del planteamiento mismo de la situación. Como todo está bien internamente, entonces la única manera de entender la falta de crecimiento actual es por lo que pasa en el exterior. Esto es ya tan conocido para la población, ha pasado ya tantas veces, que es hasta tedioso seguirlo oyendo. Desde hace 20 años ésa ha sido la postura básica mantenida desde el gobierno, cualquiera de ellos que haya estado en turno, acerca de las dificultades económicas. O bien es la caída de los precios del petróleo la que reduce los ingresos del fisco, o es el aumento de las tasas de interés internacionales el que genera presiones sobre la deuda externa, o es la desaceleración de la economía de Estados Unidos la que frena de manera abrupta las posibilidades de sostener aquí la expansión. En ese marco, la crisis y la devaluación de 1995, por ejemplo, es un acontecimiento que en el mejor de los casos debe tratarse con una especie de amnesia.

Esta postura resulta bastante cómoda para quienes gobiernan y para los sectores más beneficiados con la gestión de la economía. Pero lo que esto tiende a ocultar es que aun cuando los efectos externos sobre la economía son positivos, las condiciones no mejoran de modo sostenible y los beneficios no se extienden entre los distintos grupos sociales y sectores productivos. A pesar de los ajustes, de las reformas, de los cambios y la modernización que deslumbra a las elites, éste sigue siendo un país miserable, en el sentido de la pobreza, el atraso, la marginación y la falta de oportunidades que prevalecen. Es ahí donde se disocian la economía y la sociedad, la política y la legitimidad.

Ante la adversa situación externa, hoy se pone el énfasis en la estabilidad financiera interna, en la apreciación del peso, en las menores tasas de interés y en el bajo riesgo que representa el país para los inversionistas internacionales. A partir de ello hay quien desde el gobierno califica la situación como inmejorable. Pero lo que no puede utilizarse como argumento de la fortaleza interna es el bienestar generalizado de la población, la articulación de los sectores productivos, la mayor homogeneidad territorial del desarrollo, la creciente productividad y la innovación tecnológica, el mayor nivel de educación y capacitación de los trabajadores y de la población en general.

Todo esto va a contrapelo de la estabilidad macroeconómica de la que se habla como si se hiciera referencia a alguno de los profetas bíblicos. Una expresión muy clara de esto es el frío balance que hizo la Secretaría de Agricultura acerca de la situación en el campo (desplegado publicado el 8 de agosto de 2001). Ese balance podría hacerse en general para la economía mexicana exceptuando al sector exportador. Si ése es el resultado de las reformas y las políticas económicas más vale que nos vayamos sacudiendo la forma predominante de ver el país y pongamos atención a lo que se hace dentro. Esto sería particularmente útil ahora que se va a empezar a discutir la reforma fiscal en el Congreso, y que representa un buen punto de partida para ver hacia adentro. Aquí, sin embargo, puede ocurrir que se acabe haciendo otro gran parche a las finanzas públicas.

En este país todo va muy bien internamente desde hace mucho tiempo, cuando menos desde hace diez años cuando el presidente Salinas aceleró las reformas económicas con el ajuste fiscal, la apertura comercial, la liberalización financiera, la desregulación y los cambios en los derechos de propiedad. La crisis y la fuerte devaluación de 1995 en plena transición de un gobierno al otro fue oficialmente sólo un tropiezo, aunque dejó medio inválida a la economía. Pero siguió yendo muy bien y el presidente Zedillo se fue muy satisfecho del crecimiento que había alcanzado y que le valió como muy buena carta de recomendación en el mercado de trabajo de las empresas internacionales, a pesar de haber dejado grandes boquetes en las cuentas públicas y un país más débil en su estructura productiva, territorial y social. Hoy, ésa sigue siendo la visión del presidente Fox y de sus secretarios: todo está bien y sólo hay que esperar que la economía de Estados Unidos vuelva a crecer para que todo siga igual que siempre.