MARTES Ť 21 Ť AGOSTO Ť 2001
Teresa del Conde
Víctor Guadalajara en Landucci Arte
Hace tiempo Víctor Guadalajara exhibió obra en el Centro Cultural San Angel y su maestro, el pintor Francisco Castro Leñero, le escribió la presentación para el catálogo. De allí recojo la siguiente observación: (es) ''un pintor /constructor al que no parece bastarle el lienzo''. Si eso era cierto entonces (vi la exposición y escribí acerca de ella en esta sección), más lo es ahora. No sólo elude el lienzo, sino que lo presentado en Landucci Arte Galería son objetos de tela que se apreciaban muy adecuadamente en la museografía realizada, creo que por él mismo. Posee inegable sentido del espacio
Sus piezas me parecieron bien hechas, atractivas, concebidas con evidente sentido volumétrico; son en realidad esculto-pinturas y un medio enaltece o coadyuva al lucimiento del otro. Obras decorativas en el buen sentido del término, tocadas en algunos casos por fuertes elementos eróticos jamás transpuestos con obviedad. Pienso, por ejemplo, en la pieza de grandes dimensiones titulada Círculos sobre el desierto, realizada el año pasado. Es una encáustica (todas las esculto-pinturas obedecen a esa técnica) de 200 x 240, podría lucir magníficamente en un hospital, en un centro de convenciones o en el lobby de un gran hotel.
Aunque estos tridimensionales me gustaron, lo que mayormente atrapó mi atención fueron las esculturas en bronce. Dos de ellas obedecen a una forma que él ha cultivado con predilección: se trata de semillas amplificadas en dimensiones que presentó apeadas en estructuras de metal. Aunque el molde es el mismo, difieren radicalmente en el acabado. Textura y pátina las individualizan.
La tercera pieza escultórica fue para mí la obra princeps de esta exposición. Tiene como punto de partida la forma en herradura de los arcos de las mezquitas musulmanas. Es, sin duda, una obra ambiciosa que quiere, y no, rememorar aquel elemento arquitectónico que se reitera casi ad infinitum sea en Córdoba o en Bujara, o sea, casi en todos los sitios en los que penetró el Islam. De allí ha sido retomado infinitas veces en elementos de otras culturas, incluidas las nuestras de la Colonia.
Sin ánimo de sobreinterpretar, podría afirmar que Víctor Guadalajara ha ''traducido'' esa reiteración a través de los pequeños cilindros que ostenta la pieza. Forman obedientes hileras paralelas que se inician con módulos de tres para seguir una secuencia, según la anchura del espacio, integrando ritmos: siete, nueve, etcétera, para después estrecharse terminando en conjuntos de dos elementos. Tales cilindros no son del mismo largo. Si se ve la pieza de frente, uno cree que son iguales, pero basta virar un poco la postura ante ella para que aparezcan juegos inesperados de alteraciones debido a que los espesores y los diferentes largos producen sombras. Se me antojó que esta pieza, llevada a mayores dimensiones, podría convertirse en una buena obra de arte público que diera entrada, por ejemplo, a un parque.
Hablando de esto, nada hay que afee tanto la visión de una glorieta, de un cruce, de un camellón, como la incursión de esculturas desafortunadas que no sólo carecen de función, de forma y de sentido de ubicación, sino que contaminan visualmente el ambiente, con tanta radicalidad, que al transeúnte se le derrama la bilis cada vez que pasa por el sitio donde se encuentran. Eso me sucede siempre que voy por la Glorieta de los escritores (en San José Insurgentes), o en el arranque de Patriotismo, donde se encuentra una de las obras más aberrantes de esa zona: la fuente de las serpientes que apareció casi de la noche a la mañana en ese sitio. Todavía hoy no encuentro persona alguna que la acepte. A todos nos parece un oprobio y no hablo sólo del transeúnte especializado. He buscado inútilmente el nombre del autor en el espacio que circunda la ''obra''. Se me dijo que corresponde a un diseño de Federico Gismondi, pero vaya usted a saber. Que se trató de un negocio, eso, sin duda.