DOMINGO 26 DE AGOSTO DE 2001 Ť

MAR DE HISTORIAS

Lentes oscuros

CRISTINA PACHECO


 

Cuando una de nosotras se jubila, le organizamos una comida y le llevamos regalos. En la sobremesa hacemos bromas acerca de nuestras experiencias como enfermeras. Salen a relucir cómodos, patos, rastrillos y lavativas. También nos hacemos confesiones acerca de los doctores que nos han gustado. Dicho así, suena muy bien, pero la verdad es que nuestras fiestas son un poco tristes. Mantenemos la alegría dándole respiración artificial. Cuando llega el momento en que la agasajada llora, procuramos convencerla de que allí empieza la mejor etapa de su vida: "Ya no tendrás que correr al hospital".

Graciela será la festejada el próximo domingo. Desde hace días todas las compañeras le tienen listo su regalo. Yo apenas esta mañana, después de que Chela me confesó por teléfono su pánico a la jubilación, decidí qué le regalaré: unos lentes de sol. Seguro me dirá: "ƑCrees que pienso irme de vacaciones?" Sé que no, pero estoy segura de que al final de su fiesta los necesitará.

II

Cuando compré los lentes para Graciela pensé en la última paciente que atendí antes de jubilarme: Teresa Ordóñez. Acababa de cumplir 80 años cuando ingresó al hospital. No tenía familia. La persona más cercana era doña Angelina, su casera. Supe de su existencia la primera noche en que entré en el cuarto de doña Teresa y descubrí sobre el buró un clavel tejido en articela. "Qué preciosidad. ƑUsted lo hizo?" Malhumorada, la enferma apenas despegó los labios para decirme que era obra de Angelina: "Es muy buena conmigo, quiere que me alivie."

La voz de doña Teresa estaba muy baja. Ese síntoma es como una fisura por donde se escapa la vida y hay que cerrarla: "Lo importante es que usted quiera aliviarse". Esperó a que le tomara la presión: "ƑCuándo podré volver a mi casa?" Estaba lista para responder a su pregunta: "Lleva aquí cuatro días y ya quiere salir corriendo. ƑTan mal la tratamos?" Se puso más seria: "No, pero sigo con los dolores. Las pastillas no me hacen nada. ƑPor qué?" Consulté su expediente: "El doctor Ramírez ordenó que mañana temprano le hagan unos análisis. Entonces sabremos qué anda mal en esa barriga."

Antes de salir del cuarto oí de nuevo a doña Teresa: "ƑUsted estará aquí cuando me hagan los estudios?" Le dije que no porque mi salida era a las seis, pero le aseguré que los exámenes no serían dolorosos. Ella tenía otra inquietud: "ƑNi feos?" Le aconsejé que durmiera. A la mañana siguiente conocí a la señora Angelina. Me preguntó, igual que a mis otros compañeros de turno, si conocía a Teresa Ordóñez. Cuando le dije que sí, se presentó y se quejó de que no le hubieran permitido quedarse en el cuarto con su amiga. "El domingo es día de visita". No la tranquilicé: "Falta mucho. Necesito saber si al menos le quitaron los dolores. ƑPor qué le dan tan fuerte?" Evité la respuesta explicándole que apenas la noche anterior había comenzado a atender a la enferma, y le recomendé que tratara de hablar con el doctor Ramírez: "Ayer lo vi, pero es como si no lo hubiera hecho, porque no entendí nada de lo que dijo. Por eso decidí venir a buscar a uno de ustedes, a ver si me hablan más claro".

Todos en el segundo piso sabíamos cuál era la condición de doña Teresa, pero hasta aquel momento yo ignoraba su gravedad. Le prometí a doña Angelina que le informaría en cuanto viera los resultados de los análisis. "Pero no venga. Es muy temprano. Dígame un teléfono al que pueda llamarla". Desconfiada, me dio el número. Caminamos juntas hasta el paradero. Antes de subir al autobús me dijo: "Tere es todo lo que tengo en la vida."

III

Pasé el día pensando en doña Teresa. En la noche, al volver a su habitación, sentí un gran alivio. "ƑCómo se está portando la enfermita?" No me contestó. Creí que dormía. Cuando me acerqué a su cama para comprobar que el suero estuviera destilando bien escuché un gemido bajo las sábanas. "ƑLe duele algo?" Tere negó con la cabeza y siguió llorando. Traté de justificarla: "Está nerviosa. A ver, déjeme tomarle la temperatura."

Cuando intenté descubrirla, se aferró con todas sus fuerzas a la sábana y suplicó que no lo hiciera. Muchas veces me había enfrentado a enfermos difíciles, así que me dispuse a buscar la forma de tranquilizarla: "Le cuento que en la mañana conocí a su amiga Angelina. Vendrá el domingo". No vi que se alegrara y me puse a ordenar la cama. De pronto me interrumpió: "Tengo que decirle algo". Enseguida se enderezó y miró la puerta. Le pregunté si esperaba al doctor. Horrorizada, negó con la cabeza y me indicó que me acercara más.

Sentí junto a mi oído los labios resecos de la enferma. Titubeó antes de decirme: "Yo soy señorita. Estoy limpia." Sin más explicaciones se abandonó sobre la almohada y volvió a llorar. Tuve que morderme los labios para no reír. No entendía el motivo de aquella confesión. Doña Tere se dio cuenta y recomenzó: "Soy señorita, y a mí se me hace muy feo que me toquen por allá y me pregunten de mis cosas. Sufrí mucho". Jalé la silla que estaba junto a la cama y tomé la mano de doña Teresa: "Entiendo perfectamente su preocupación, pero comprenda que hay cosas necesarias. Mire, si el doctor no la ausculta Ƒcómo va a saber por qué le dan los dolores?"

Doña Teresa reaccionó: "Preguntándome. Todavía puedo decir qué siento." Me apretó la mano: "ƑUsted no podría hablar con el doctor Ramírez y decirle eso? Yo no puedo hacerlo, pero usted sí: es mujer, sabe de medicina". Por la forma en que se aferraba a mi mano y por la expresión de sus ojos comprendí la angustia de doña Teresa. "ƑCuándo le harán el siguiente examen." Se volvió hacia la ventana: "El miércoles. Será el primero, porque hoy no me dejé. ƑCómo iba a permitir que me ensartaran abajo un aparato de fierro?"

Estaba anonadada, pero me controlé: "Vamos a calmarnos. Piense que para un médico el cuerpo de una mujer es algo distinto. Cuando lo ve o lo toca sólo piensa en curarlo, en que funcione bien". Doña Teresa no cedió: "Puede que para él así sean las cosas, para mí no. Me da vergüenza, siento feo de tenerlo tan cerca".

En ese momento no logré contener la risa. Doña Teresa se ofendió y tuve que disculparme. "No me burlo, sólo trato de hacerle más llevaderas las cosas. Dígame: Ƒqué la mortifica tanto?" Doña Teresa tardó en contestarme: "Pues que un día me encuentre al doctor en la calle y me reconozca después de cómo me vio aquí."

Me quedé sin habla. Nunca, en todos mis años de enfermera, había tenido un caso igual. De repente doña Teresa se entusiasmó y noté en sus ojos el brillo del desvarío: "Los artistas, la gente famosa, cuando no quiere que la reconozcan, se pone lentes oscuros. ƑCómo ve?" Tuve que decir que la idea, inspirada por la demencia senil, me parecía magnífica. Me encargó que le comprara unos lentes oscuros. Deseaba ponérselos cuando por fin le hicieran el examen. Complací a doña Teresa. Su extravagancia cundió por todo el hospital y fue motivo de burlas.

El sábado a medianoche doña Teresa se despertó lúcida: "Gracias por todo", me dijo. Un espasmo de dolor cortó su voz. Se volvió al buró donde estaban los lentes: "ƑMe los pone? No quiero que me vea..." Fue inútil obedecer la última orden de doña Teresa: la muerte sí la reconoció.

Mes y medio después me jubilé. Mis compañeras organizaron una comida en un restaurante de avenida Universidad. A las cuatro de la tarde acabó la celebración. Graciela se alegró de estar a buena hora para irse al hospital. Cuando la vi alejarse en el taxi me sentí perdida y tuve miedo. Atravesé rumbo al centro comercial sólo para distraerme. Al darme cuenta vi que estaba frente a una óptica. Entonces recordé a Teresa Ordóñez. Compré unos lentes oscuros. También fue inútil: no logré huir de la tristeza.