Eduardo Galeano
Malverde
En el altar, hay una hilera de limones. Cada creyente se lleva uno. Comidos solos, los limones limpian la boca. Comidos con fe, limpian el alma y dan buena suerte.
La capilla de Malverde, que no es santo de ninguna Iglesia, está en Culiacán, a unos pasos del palacio donde gobierna el gobierno. El gobierno promete milagros. Malverde los hace.
Hay quienes dicen que él no existió, pero nadie niega que existe. Desde la sierra y desde la mar acuden los peregrinos a darle las gracias. En la capilla dejan sus exvotos: las hojas del primer maíz de la cosecha, el primer camarón pescado en la temporada. Ellos suenan tamboras y acordeones y guitarras, y cantan corridos durante la noche y mañanitas al amanecer. Los que más jaleo meten son los narcos, que traen de ofrenda las balas que no los mataron y arman tremenda bulla quemando cohetes y castillos de fuego.
Según cuentan los que dicen que saben y saben lo que dicen, el santo nació con otro nombre, hace un siglo o siglo y medio, y se llamó Malverde porque entre lo verde se escondía y huía disfrazado de plátano. Durante toda la vida huyó, perseguido por la policía. Entre fuga y fuga, este jinete de la Divina Providencia robaba a los menos y daba a los más.
Estaba malherido cuando murió. Pidió a un compadre que lo ahorcara, que simulara traición, que cobrara la recompensa y que la repartiera entre los precisados.
La autoridad dejó el cuerpo colgado, para escarmiento y enseñanza. Una noche sin luna, un arriero cortó de un tajo la soga, porque gracias a Malverde había encontrado sus mulas perdidas. Al pie de las ramas del mezquite, en el lugar donde ahora se alza la capilla, quedó tirado el cuerpo.
La autoridad prohibió el entierro; y ahí empezó la pedrea. De todas partes venía gente a tirarle piedras. Feliz estaba la autoridad, viendo cómo la ciudadanía apedreaba al bandido. Una alta pirámide de piedras cubrió a Malverde y al árbol también.
Mintiendo castigo, el pueblo le dio casa.