lunes Ť 27 Ť agosto Ť 2001
Samuel Schmidt
Ley indígena y racialización
La cuestión de la ley indígena parece ser mucho más complicada que la aprobación de una reforma constitucional. En primer lugar porque no se trata solamente de un problema étnico, sino también estructural; los indios están marginados en extremo y son insultantemente pobres, pero no sólo por indios, porque con ellos hay otros 34 millones de pobres que viven en una miseria que tiene atrapada a la nación bajo las redes de políticos insensibles sin el interés de atacar este cuadro.
La ley por sí misma no resolverá la miseria de los indios y tampoco cambiará los perniciosos patrones culturales que ven al indio como a un ser inferior; para lograr esto se requiere de un gran esfuerzo educativo, que no se ve en el horizonte. Sin embargo, todo hace ver que la ley aprobada no solamente no respondió a las expectativas de sus promotores desde la sociedad. Pero, además, la discusión sobre los derechos indígenas puede generar un conflicto alrededor de la ley que puede crear problemas que no se han previsto, por ejemplo, no obstante tener una intención de hacerle justicia a los olvidados, el propiciar la creación de zonas de excepción puede hacer que se justifique la continuidad de la marginación, porque sería muy fácil para los gobernantes decir: ya tienen sus zonas, ahora que se rasquen con sus propias uñas.
En el fondo del asunto se encuentra el proceso de construcción nacional que incluye construir la identidad, lo cual no es ni sencillo ni está desprovisto de conflicto. Los distintos grupos que se mezclan no necesariamente comparten la intención de amalgamarse, y muchos, en cambio, buscan proteger sus bagajes culturales y continuar con sus tradiciones y costumbres (véase el planteamiento de Sartori para Europa en La sociedad multiétnica, que desafortunadamente sirve poco para entender a México). Una sociedad mestiza como la mexicana, parece no haber planteado grandes presiones para la defensa de los espacios culturales (aunque lo haya hecho desde la perspectiva del componente dominante del mestizaje) y hasta facilitó la creación de espacios sincréticos, como entre los tarahumaras y su celebración de la semana santa. Así encontramos una situación que puede ser llevadera, aunque sea muy injusta. En cambio, no se puede negar el riesgo de que las actitudes de rechazo y exclusión puedan convertirse en una fuente de controversia y llevar a la nación a escenarios de intolerancia en los que el conflicto político se complique incesantemente.
Algunos de los ataques a la ley critican el que no reconoce a los pueblos indígenas como pueblos; afecta de manera negativa la protección de los derechos a la propiedad y posesión, uso y disfrute de sus territorios, incluidos los recursos naturales; y un tercer tema preocupante es que el Estado mexicano no asume su responsabilidad en la protección de la integridad y de los derechos de estos pueblos, y se la deja a cada entidad federativa. No deja de preocupar que se dude de la justeza de los gobiernos de los estados para proteger a sus pueblos, pero preocupa todavía más que haya el total convencimiento que es fundamental para el país mantener la diferencia y hasta la otredad. La ley protege a los pueblos nativos, pero las leyes para ser universales deben aplicarse a todos por igual, y si es así podríamos plantear que el mismo derecho tendrían los menonitas y cualquier otro grupo interesado en mantener su identidad étnica. ƑQué sucedería con la unidad nacional si estas demandas se generalizaran?
Sin embargo, aun con esta complicación, el cuadro es todavía más complejo. En Chiapas, hay pueblos indios que se han visto o son vistos casi como extranjeros en un país que los dejó abandonados cuando ellos se desfasaron en el proceso de mestizaje, y esto se complica con serios conflictos religiosos que agravan la ya de por sí complicada cuestión indígena.
Lo más sano sería una actitud tolerante donde el todo social pudiera absorber la riqueza cultural de los demás, pero eso no siempre es factible; más bien, éste puede ser un planteamiento utópico, porque los distintos grupos intentan imponerle sus costumbres a los otros o, por lo menos, resistir la imposición de los demás.
México es el resultado de un proceso de conquista que produjo un mestizaje mal aceptado: el mexicano ha aprendido a rechazar ambos componentes del mismo. Hoy todavía expresa un rechazo irracional a lo español repudiándolo y agrediéndolo con el término gachupín y simultáneamente desprecia su componente indio, no en balde el insulto más fácil es decirle a alguien: pinche indio.
Claro está que no existe el complejo de culpa sobre la condición ignominiosa a que están sometidos los indígenas (como existiría en Estados Unidos con los negros); aun más, ni siquiera existe la recompensa política por tratar de generar una política que los sacará de la miseria extrema en la que están sumidos, porque esto implicaría hacer otro tanto para varias decenas de millones de mexicanos. Es por esto que la polémica avanza con tanta dificultad.
La identidad implica la absorción de ciertos elementos presentes en otras culturas presentes en el sistema, y como ya no existen las culturas cerradas, el esfuerzo de construcción de la identidad es continuo.
Es por eso que mientras se le hace justicia a los pueblos indios, tan severamente maltratados a lo largo de los siglos, hay que tener mucho cuidado en no caer en el camino de la racialización que marca distancias entre grupos raciales o étnicos, y que puede provocar grandes fracturas políticas.
Y no se trata de conmiseración. No es casualidad que los indios sean extremadamente pobres, como tampoco lo es que algunos aspectos muy importantes de su cultura se hayan manejado como bienes turísticos o folclóricos, o como una concesión graciosa de gobiernos nacionalistas.
El nacionalismo se confundió con homogeinización de la nación y en el camino sacrificó valores muy importantes para ésta. No se entendió que la riqueza de una nación reside en su diversidad. Y nunca es tarde para recuperar estos valores.