LUNES Ť 27 Ť AGOSTO Ť 2001
Ť Hermann Bellinghausen
Piazza Mina
Ventanas abiertas de par en non, columnas espaciadas de agua que escupen los delfines y gansos de la fuente, estilizados a la manera etrusca. Pocos carros lentos rondan la glorieta y desaparecen por la calzada. Testigo de procesiones, fiestas y guerras, aún así, desierta en un día cualquiera, la Piazza nunca es igual. Es jactancia de lugareños decir que los visitantes llegan para enterarse de que no conocían todos los colores, y para abrigar la sospecha (para muchos inesperada) de que nunca los conocerán.
Cuando se tiene una opinión formada respecto a lo que son el siena, el terracota, las tonalidades íntimas de un pétalo de girasol o el azul reticente del prusia, las gradaciones del blanco, sus combinaciones y límites, uno va por el mundo confirmando lo que juzga saber.
La Piazza desmorona esas certidumbres crónicas. Si pisas sus adoquines brillosos, o te aproximas a la clepsidra al pie de la torre medieval (siglo XII dice la placa) sobre la que no cae otra sombra que la suya propia, o metes la mano en la fuente para refescarte o tentar la Historia, ves colores desconocidos, y los familiares lucen tan nuevos que también con ellos tienes tu primera vez. En la memoria posterior de los viajeros, la Piazza adopta la calidad pastosa e indeleble de los sueños fuertes, los que de repetirse mucho acaban por disfrazar su origen.
Quisieras creer en lo que revelan las ventanas del hotel, están abiertas y están cerradas, lo que ves ocurre pero no es. ƑO sea que qué?
Según la leyenda, la fuente la construyeron los dioses. Nadie. Está desde el principio. Según las primeras referencias romanas, antes que hubiera villa, y por lo tanto Piazza, los delfines y gansos ya escupían el manantial que los alimenta.
Esta tarde de verano las cortinas de una de las habitaciones en el primer piso de Hotel Mina asoman una silueta conocida. ƑPero qué hace ella aquí? Es una vieja historia, de otros tiempos en otro país. Asoma la cabeza al balcón, su cabellera cuelga, los ojos morados de tan azules que nunca olvidaste, después de tantos años te vuelven a mirar.
Eres un turista más, que vino a conocer la Piazza porque la Guía Michelin asienta en negritas que no te la debes perder. Ya que hiciste la travesía hasta Europa, y pasabas por aquí. La casualidad. También ella te creyó reconocer. Se sorprende. ƑLe da gusto? ƑO es inoportuno que aparezcas? Para tí, Ƒes inoportuno? Al menos viajas solo. ƑEstá sola? ƑHay alguien en el cuarto del hotel, con ella?
Vacila. Te reconoce, acepta al fin lo que sus ojos le dicen. Eres tú. Alza los brazos, como agarrada a un globo de gas. Brinca, haciéndote alguna clase de señal. Su bata blanca se alza, se abre, la muestra tal cual. Tal cual la recuerdas. šLa alegra verte! Heridas aparte, a ti también, resuelves. Agitas un afectuoso saludo. Sonríen los dos. Pasa un instante de arrobo mutuo. Bruscamente, ella da la espalda a la Piazza y a ti, se pierde en las cortinas.
Esperas un rato, por si baja. Supones que no lo hará. Pagas el café, sigues tu viaje. Dejas la Piazza, las columnas de agua prehistórica en la fuente, los ojos morados y los miles de colores ocre de las fachadas, verde de las moreras, negros del hierro en las rejas, gris de la acera, los amarillos toldos del hotel.
El amor nunca fue. Se tocaron, se besaron, sí, mas era inoportuno entonces. Sus ojos te miraron, ya ves, pero destinos que no nacieron para encontrarse, Ƒqué pueden hacer? Olvídala, aunque para conseguirlo debas olvidar un poco de ti.
La ventana, ahora vacía, sigue abierta. De par en non.