CABAL: JUSTICIA PARA RICOS
La
llegada al país del ex banquero y presunto defraudador Carlos Cabal
Peniche, ayer, luego de un largo proceso de extradición, fue una
contundente exhibición del doble rasero que impera en las instituciones
de procuración e impartición de justicia del país:
el puño implacable y los procesos irregulares y plagados de atropellos
para los pobres, y el trato obsequioso y obsecuente para los ricos que,
como es presumiblemente el caso de Cabal, robaron sumas multimillonarias
que ahora están siendo pagadas con los impuestos de todos los ciudadanos.
Gracias a sus cuantiosos recursos económicos que
le permitieron contratar abogados --si no es que también servidores
públicos de la PGR y del Poder Judicial--, Cabal, como en su momento
ocurrió con Isidoro Rodríguez y Oscar Espinosa, disfruta,
desde su arribo al país, de un régimen de libertad provisional
pese a que, al igual que el otro ex banquero y el ex secretario de Turismo,
se trata de un prófugo de la justicia.
Ciertamente, existen en el país los resquicios
legales que han hecho posible esta triple exhibición de impunidad
que pone en tela de juicio la vigencia de un real estado de derecho a pesar
de la alternancia en el poder y de los avances logrados en materia de democratización.
Tales resquicios, ahora es posible apreciarlo, fueron generados por los
legisladores que, en las reformas legales efectuadas en los sexenios antepasado
y pasado, eliminaron los fraudes --como los cometidos presuntamente por
Rodríguez, Cabal, Lankenau y otros-- y los desvíos de recursos
--como los presumiblemente perpetrados por el último regente de
la ciudad de México-- del catálogo de delitos graves.
A la vista de los resultados de tales reformas resulta
inevitable sospechar que las reformas legales referidas fueron concebidas,
promovidas y establecidas con premeditación y mala fe, en el contexto
del inmenso saqueo de las arcas públicas que, de acuerdo con todos
los datos disponibles, se llevó a cabo durante los gobiernos de
Carlos Salinas y Ernesto Zedillo.
Si hace 12 años la procuración e impartición
de justicia pecaban ya de un evidente sesgo clasista, que no castigaba
tanto la comisión de delitos cuanto la pobreza, esa característica
se acentuó en forma exasperante. Hoy, para una sociedad empobrecida
y agraviada por los ciclos de crisis y desfalcos, la libertad condicional
de los presuntos defraudadores resulta una obscenidad.
El discurso oficial sigue enfatizando la necesidad, indudable,
de aceitar, depurar y perfeccionar los aparatos de seguridad y justicia
a fin de enfrentar el embate de la criminalidad, pero la delincuencia de
cuello blanco --la delincuencia de los ricos-- está ausente de tal
discurso, como si los desfalcadores multimillonarios no causaran daños
patrimoniales más graves que los de los carteristas de la calle.
Para que la transición política en curso
no se convierta en un mero cambio de siglas y emblemas, es necesario restituir
a la justicia los atributos que terminó de perder durante el salinato
y el zedillato y que hoy no premia la inocencia, sino la riqueza.
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