MARTES Ť 11 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001 Ť

Ť Vilma Fuentes

Cartas a Bertha

Antes, cuando llegaba a la casa de Galeana, en San Angel, y Bertha había salido, existía la posibilidad, la inminencia incluso, de su regreso. Simplemente, ''no estaba en casa''. Más ausente que ahora, uno podía aspirar el aroma de sus flores, sentir los ecos de su paso dando instrucciones a Lupe, su vieja nana y ama de llaves, a las otras muchachas que corrían con gusto para ayudar a la preparación de la comida, la cena, la fiesta... Porque, entonces, en ese entonces acabado, los días se sucedían de reunión en reunión. Se sucedían, aún. Los días y las noches. Así se hubiese ido a Ixtapa, al extranjero, al Museo Cuevas, a dar la vuelta.

De repente, el tiempo se acabó para ella. El tiempo que pasa, al menos. El otro, el tiempo que queda, se instaló para siempre. O, parafraseando a un poeta, cuando dijo que no es el tiempo el que pasa sino uno mismo, Bertha cesó de pasar y su presencia está ahora para siempre. Aquí.

Y allí, en su casa. En la sala, en las recámaras, en la terraza, en el estudio de José Luis. En el jardín, en los corredores, en cada rincón. Imposible acallarla. No verla. Aún ciego. Acaso porque la presencia adquiere una densidad duradera en las regiones de lo invisible. De ahí la extrañeza del viaje emprendido por José Luis al leer, ahora, las cartas de amor, de complicidad, de querellas y rencuentros, escritas por un hombre a su mujer. ¿Cuántas novelas no se han construido a partir de la lectura que hace el marido, o un hijo, de las cartas, secreta y temerosamente conservadas, que la difunta recibió de un amante? De Balzac a Dostoievsky, del drama a la comedia, si la literatura ha explotado el tema, la realidad no se queda atrás, aunque la tragedia y el deseo sean velados por el fuego o la prohibición, o conozcan una vida nueva al ser publicadas. Sobran ejemplos: las cartas de Paul Valéry a su amante Catherine Pozzi quemadas por los herederos de ésta. Las de James Joyce a Norah donde pide a su mujer responderlas con la obscenidad que él pone en las suyas, pero que, a pesar de sus rubores, ella guardó. Las epístolas tan desgarradoras de Rosario Castellanos a Ricardo Guerra...

Conozco a hombres que han perdido a su mujer. He conocido también a algunos que han enviudado... durante un corto lapso. Raros son los viudos que conozco: ''Je suis le ténébreux, le veuf, l'inconsolé, le prince d'Aquitaine...''

Leer las cartas dirigidas a la mujer que participa ahora de un tiempo distinto, cuando esas cartas fueron escritas por el desconocido que se ha dejado de ser -un joven amante extraño como una persona que mora en una ciudad vecina-, no puede sino despertar los celos. Ocultos, confusos quizá, pero auténticos. Puede uno burlarse de años más jóvenes, sobre todo cuando se siente el peso que van acumulando con su paso. José Luis me dice que le parece insoportable el muchacho pedagogo que pretendía deslumbrar con su erudición a la joven Bertha: ''son las cartas que hubiese querido suprimir''. Otros dicen que deberían haberse evitado las epístolas de reproches sobre la familia de ella... la cual veía un mejor futuro con el heredero de las neverías Q., que en un joven dibujante aún desconocido.

José Luis me cuenta que Raquel Tibol, quien hace el prefacio de Cartas a Bertha, le reprocharía como una ''autocensura la supresión de una sola línea'' de esa correspondencia. Las preguntas, en este sentido, no hacen sino plantear nuevas preguntas. No es otro el sistema para acceder a un fragmento diminuto del conocimiento que a veces se confunde con la tan huidiza verdad. ¿Es permisible quemar, destruir los escritos, las cartas a veces íntimas, pero que por vocación pertenecen a todos los lectores? ¿Es legítimo hacer pública esa intimidad, propiedad privada de los desaparecidos, que acaso sirva para devolver la luz claroscura de los sueños que todos soñamos?

La publicación que hará Alfaguara de las Cartas a Bertha suscitará polémicas de buena y mala fe. Se reprocha a José Luis Cuevas su franqueza, según los bienpensantes, su exhibicionismo, según los otros. Pero, ¿quién no leería hoy con placer las cartas de Gide a su mujer, quemadas por ésta al saberlo homosexual? ¿Qué deleite no nos darían las de Valéry a Pozzi? Si la primera las quemó ella, causando el llanto de Gide, Catherine Pozzi guardó fielmente las de Valéry: ¿tenían sus herederos derecho a privar a la posteridad de su lectura?

Reflexiones que abren la puerta a otros enigmas. El más misterioso de éstos es sin duda la participación que la lectura de sus propias Cartas a Bertha proponen a José Luis: el acceso al impensable pasado de la eternidad donde ella mora hoy.