jueves Ť 13 Ť septiembre Ť 2001

Adolfo Sánchez Rebolledo

Ataque terrorista contra Estados Unidos

Concebidas con precisión matemática para lastimar el orgullo estadunidense, las acciones suicidas del martes negro probaron de manera catastrófica la vulnerabilidad de los sistemas de seguridad de ese país, la fragilidad de sus ciudades ante ataques en su propio territorio, realizados con recursos hasta cierto punto convencionales: planeación rigurosa, aviones comerciales secuestrados en ruta, cuchillos ocultables y moral kamikaze. El éxito logrado por los terroristas es absoluto. Más que la indignación o la tristeza insuperables ante el crimen genocida, hoy el pánico gobierna al mundo y a la tragedia incalculable se añade el temor a las represalias, a la extensión de la violencia con ánimo vindicador que sobrevendrá al estupor y el silencio de la Casa Blanca. Dada la confusión reinante, cada cabeza es un servicio de inteligencia que no alcanza a descifrar el enigma de quién es el responsable de la barbarie. La incertidumbre pesa sobre el día de mañana. El Pentágono en llamas es una imagen que no se borrará fácilmente de la conciencia universal y nos llevará a otros infiernos. Al tiempo...

Las sospechas, por lo pronto, se concentran en los diversos grupos fundamentalistas islámicos, pero éstos no son, ciertamente, los únicos dispuestos a usar el terror para conseguir sus fines, sin descartar, por supuesto, a las llamadas "milicias" del suprematismo blanco dentro de Estados Unidos. Lo cierto es que en todo el mundo existen docenas de formaciones armadas activas con justificaciones nacionalistas o religiosas dispuestas a librar un guerra santa contra Estados Unidos sin reparar en los costos que sus acciones puedan tener para ellos y para el resto de la sociedad. Eso los define, más allá de si su causa pueda parecer razonable, discutible o execrable. El terrorismo anula con sus métodos toda legitimidad de sus fines, por eso debe condenarse sin contemplaciones, con procedimientos moralmente justos y apegados a la ley. No hay, en consecuencia, un terrorismo bueno y otro abominable.

Sin embargo, como se ha probado en numerosas ocasiones, la combinación de fanatismo con violencia es un brebaje difícil de eliminar, aun si la otra parte posee sofisticados equipos de inteligencia y legitimidad democrática para usarlos. Para el terrorismo no hay legalidad ni respeto a otra voluntad que no sea la suya propia. Es invisible y solamente se deja ver atacando por la espalda "blancos" inermes. No razona, mata. Y aún no hemos visto lo peor. Este "terrorismo posmoderno", diverso y disperso, para usar la expresión de un reconocido experto, Walter Laqueur, dispone de los medios tecnológicos suficientes para fabricar materiales bélicos de potencia excepcional, incluidas las armas químicas y bacteriológicas. Tal multiplicación de los riesgos potenciales implica la posibilidad de que un solo individuo, como el unabomber, pueda atentar con actos terroristas sin apoyarse en ningún tipo de organización. Incluso la privatización del terror nuclear ya no es un asunto de ciencia ficción: la posibilidad de convertir los objetivos nucleares en blancos del terrorismo ha dejado de ser especulación teórica para convertirse en un peligro universal que no debería ocultarse.

El ataque a las torres gemelas de Nueva York y al Pentágono consiguió asestar un golpe demoledor a los símbolos del poderío estadunidense, es cierto, pero las consecuencias se han hecho sentir de inmediato en la ya de por sí vapuleada economía internacional, que comenzó a dar traspiés. De alguna manera, los acontecimientos marcan un punto de inflexión en el papel de Estados Unidos como potencia única en el mundo. Lejos de alcanzar un nuevo orden internacional, como preconizaba Bush padre tras la Tormenta del Desierto, la sociedad humana se halla hoy en el umbral de una nueva fase de confrontaciones, cuyo fondo no es otro que la polarización del mundo bajo la expansión global del capitalismo. Los atentados son una advertencia para no seguir tensando los resortes de la convivencia en un planeta divido por la desigualdad y la fragmentación de las naciones, engullidas por el mercado mundial y el trasiego financiero que expolia a sus países. Urge un nuevo pacto global que permita hacer respetar la dignidad y los derechos humanos, antes que la guerra acabe con todo.