JUEVES Ť 13 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

Olga Harmony

La noche de los asesinos

Estrenada entre nosotros en el definitivo 1968, la obra de José Triana empezó a configurar una especie de mito. En parte por la dirección de Juan José Gurrola y las actuaciones de Marta Verduzco, Beatriz Sheridan y Roberto Dumont, pero sobre todo porque configuró la imagen de una generación parricida que en todas partes del mundo encontró pronto cauces políticos e ideológicos. Con gran influencia genetiana, La noche de los asesinos pronto influyó, a su vez, en las estructuras de muchos textos en que los personajes reales interpretaban muchos otros supuestos personajes en un juego que terminó por convertirse en repetitivo. A lo largo de las décadas la hemos visto malamente representada por grupos de los estados y, en un momento dado, nos preguntamos si todavía tenía vigencia.

En este momento la tiene. Se regresa a una rebeldía, esta vez más difusa, generacional propiciada por la falta de amor en las familias, pero también por un horizonte oscuro que los jóvenes avizoran en un sistema que se ha comido cualquier propuesta solidaria y en la que el individualismo rampante -con las excepciones de rigor- exige antes que nada el éxito. Por supuesto que la construcción ya no depara asombros, aunque la diferencia de tonos entre las dos partes que la constituyen requiere un alto grado de virtuosismo en quienes la escenifiquen, más allá de los giros a diferentes personajes que encaran los actores. El humor negro, la farsa grotesca y casi esperpéntica del primer acto ceden en el segundo, sin perder sus características estructurales, a una exploración interior, intimista, de los verdaderos sentimientos de los personajes.

Volvemos a ver el texto de Triana montado por una compañía cubana dirigida por el cineasta Pastor Vega con muy poco oficio teatral. En una escenografía sin crédito que reproduce la buhardilla de la casa familiar, el director traiciona una de las propuestas esenciales de la obra, que es el juego ritual de los hermanos ensimismados en él, culpables en la intención e incapaces de una rebeldía real en los hechos. Pastor Vega hace que los actores se dirijan al público durante sus juegos, como si necesitaran la comunicación con un exterior que los justifique, con lo que lo ritual, lo misterioso de su purificación se desvanece. Al abrirse la cuarta pared, la catarsis de los hermanos, a través de sus ritos parricidas, se convierte en un imposible teatro dentro del teatro. El trazo escénico no es mejor. Vega hace que sus actores recojan interminablemente las viejas ropas y los periódicos regados en el suelo para volver a esparcirlos en tareas actorales muy faltas de imaginación.

Actúa la muy conocida por sus películas Daisy Granados, muy fuera de edad, ciertamente, pero la única que tiene un peso actoral y dota a Cuca de los matices necesarios. Isabel Santos, como Beba, no alcanza los registros necesarios, no matiza, se advierte siempre tensa y cuando requiere ser graciosa -en su caracterización del juez, por ejemplo- su juego escénico es muy de principiante, a pesar de ser una actriz joven muy reconocida por sus intervenciones en filmes. Hiram Vega, actor cubano egresado del Cea de Televisa, tampoco logra convencer como Lalo. A lo mejor por ello, José Triana, presente en el estreno, comentó con sutileza que le gustaría ver su obra representada por actores maduros, con lo que lo grotesco resaltaría, lo que no deja de ser una idea inquietante.

Hace mucho tiempo que no veo teatro realizado por cubanos y lo cierto es que este es un grupo profesional. Qué tan representativo sea de lo que se hace en la actualidad en la isla es algo que ignoramos. De cualquier manera es de agradecer a Patricia Reyes Spíndola -apoyada por la Sogem y el INBA- que haya podido traerlos a México, sobre todo a José Triana, tan admirado entre nosotros.