VIERNES Ť 14 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001
Pedro Miguel
Hoyo negro
A estas alturas es claro que las torres gemelas del World Trade Center se derrumbaron en diversas direcciones y causaron, en su caída, una destrucción terrible en diversos ámbitos: la economía de América Latina, el poder presidencial de Estados Unidos, los índices de vida, vivienda y empleo del sur de Manhattan. De esa forma inopinada han entrado en contacto las agendas ocultas del ajedrez mundial con las desamparadas cadenas productivas y hasta alimentarias de Puebla o de Iquitos; la bestialidad de los terroristas indudables pero anónimos, con la inocencia de los migrantes muertos y desaparecidos que lavaban pisos y platos en el corazón del poderío económico; la perversidad de las cloacas ideológicas, políticas y económicas en las que se gestó el atentado (y no habría que olvidar que todos los desagües del mundo conforman una vasta red de vasos comunicantes), con la candidez manifiesta de George Bush hijo, un hombre muchas tallas menor que la silla presidencial de la gran potencia planetaria, y cuya insignificancia mediática hubo de ser subsanada, ayer, por una enérgica aparición en CNN de Bush papá, personaje, ese sí, de conocidos arrestos bélicos y maquiavélicos: la Casa Blanca se ha vuelto la leonera de un junior que juega a mandatario mientras papá se ocupa de los actos y los símbolos del poder efectivo.
El agujero gravitacional del sur de Manhattan se ha chupado, además, vidas insustituibles en centenas o miles de hogares, escritorios, cubículos y cafeterías; deglutió de golpe postulados centrales del poder público estadunidense, como la capacidad de reacción del gobierno más poderoso del mundo y su facultad de proteger a la población, la inviolabilidad estratégica del territorio estadunidense y hasta las recetas tradicionales del terrorismo, según las cuales a toda acción correspondía una reivindicación. Los culpables directos del ataque se vaporizaron junto con la carne de sus víctimas y los responsables intelectuales pueden aparecer mañana o nunca, pero su presentación no va a ser convincente: el síndrome de Lee Oswald campeará como nunca en una sociedad en la que pueden desaparecer en cuestión de minutos, entre una nube de polvo, estructuras de reputada solidez arquitectónica, policial y financiera. Eso no se les había ocurrido a los más truculentos guionistas de Hollywood quienes, sin embargo, prefiguraron la destrucción masiva en Nueva York hasta convertirla en un arquetipo de la cultura cinematográfica del siglo xx. Pero esta semana, una organización desconocida o una insospechada convergencia de intereses criminales (y no hay que olvidar aquellos episodios del Teherangate en los que confluyeron fundamentalistas islámicos oficiales de la CIA, narcotraficantes y contras nicaragüenses) decidió, desde la realidad, rendir tributo al thriller y borrar para siempre vidas humanas, certidumbres, rascacielos, puestos de trabajo, oficinas administrativas, sentimientos de seguridad y dignidades de Estado. Todo se ha ido por ese agujero negro que se abrió de golpe en el sur de Manhattan.