LA GUERRA CONTRA NADIE
Ayer
el presidente estadunidense, George W. Bush, anunció que los brutales
atentados sufridos el martes por su país marcaron el inicio de "la
primera guerra del siglo XXI", declaración secundada por los principales
funcionarios de su gabinete, los cuales afirmaron que su país está
en guerra contra el terrorismo.
Declaraciones semejantes adquieren visos de formalidad
por los cargos que ocupan quienes las formulan, lo que coloca al mundo
en una nueva y alarmante perspectiva: iniciar el nuevo milenio con un conflicto
bélico en uno de cuyos bandos se encuentran la máxima potencia
planetaria y sus aliados.
Lo aterrador de la situación no es tanto que Estados
Unidos emprenda una nueva guerra --de hecho, ese país ha pasado
buena parte de su historia involucrado en confrontaciones por todo el globo
terráqueo-- sino que, en esta ocasión, no hay enemigo identificable
a la vista: el terrorismo a secas resulta una categoría demasiado
vaga, extensa, imprecisa y ubicua para convertirla en el bando contrario
de un conflicto bélico, y los responsables de los atentados del
martes distan de haber sido identificados de manera pertinente.
A falta de resultados en las investigaciones policiales,
Osama Bin Laden, el enigmático millonario fundamentalista saudiárabe
que en el pasado reivindicó varios atentados contra intereses de
Washington, está a punto de ser decretado responsable por las autoridades
y por los medios informativos de Estados Unidos, lo que hace cada vez más
probable un ataque militar contra Afganistán, país en el
que se encuentra refugiado.
Si Washington y sus aliados terminan por convencerse de
esa acusación, emprenden una acción de exterminio contra
el integrista saudita y tienen éxito en ella, se avanzará
en la instauración de la ley del talión en el escenario mundial,
pero no se habrá logrado nada en materia de impartición de
justicia ni en la eliminación de las amenazas terroristas. Por el
contrario, los ataques bélicos a tontas y a locas sólo conseguirán
larvar los enormes rencores sembrados por Estados Unidos en diversas partes
del planeta.
Más aun, la facilidad y poca fundamentación
con que la clase política y los ámbitos mediáticos
del país vecino apuntan a las sociedades árabes e islámicas
como probables orígenes de los atentados, puede generar actitudes
fóbicas y racistas entre la población estadunidense y llevarla
a cacerías humanas que nadie desea ver y producirían en esta
nación una degradación moral y social tan trágica
y despreciable como los atentados del pasado martes.
En otro sentido, lo dicho ayer por Bush plantea la inquietante
circunstancia de que, en los comienzos del tercer milenio, el mundo vuelva
a encontrarse, como lo estaba Europa a principios del siglo pasado, atónito
ante la presencia de un método de acción política
sin duda repudiable, como el terrorismo, pero que escapa a las definiciones
fáciles.
Peor aun, el término "terrorista" se convirtió,
en décadas pasadas, en un adjetivo de descalificación política
de adversarios que no necesariamente lo eran, y resulta por demás
imprudente y peligroso declarar una guerra contra un enemigo tan impreciso
y mal definido.
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