sabado Ť 15 Ť septiembre Ť 2001

Alberto J. Olvera

Conflicto social y pacto político

Los terribles y deleznables atentados terroristas en Estados Unidos han disminuido la atención a los problemas internos. Controlando mis sentimientos lo más posible, pues tres decisivos años de mi vida los pasé en la extraordinaria ciudad de Nueva York, llamo la atención del público lector a la concatenación de procesos internos en México que se están dejando fuera de análisis en un momento decisivo. Me refiero al llamado del Presidente y del secretario de Gobernación a un pacto político, la presentación del libro sobre la reforma del Estado coordinado por Porfirio Muñoz Ledo y la ampliación de los movimientos de protesta de grupos campesinos y sindicales en diversas partes del país.

Santiago Creel ofreció el martes pasado una caracterización precisa de las contradicciones internas del proceso político. México es hoy, dijo, un sistema presidencial con poderes divididos, dada la mayoría opositora en las cámaras, bajo un sistema multipartidario de difícil articulación, con un andamiaje institucional y legal impregnado por el viejo régimen del presidencialismo absoluto. La conclusión evidente es que la única forma de darle gobernabilidad al país es establecer acuerdos políticos entre la Presidencia y los partidos para definir los alcances y límites de las políticas de Estado.

El problema, ya otras veces analizado aquí, es que en un sistema presidencial en el que ni el presidente ni los parlamentarios tienen la amenaza de ser castigados en las siguientes elecciones por los electores, puesto que no se religen, ni uno ni otro tienen incentivos para actuar con responsabilidad. Al contrario, el sistema induce a los actores políticos a tratar de cargar los costos de la ingobernabilidad en el enemigo inmediato visible.

He aquí un defecto central de la transición política mexicana: se ha producido en el contexto de una completa continuidad institucional y legal con el régimen anterior, puesto que al producirse aquélla por vía electoral y sin pactos entre las fuerzas políticas, no hubo condiciones ni espacios para el cambio.

Para romper esta nudo que impide una ruptura con el régimen anterior y bloquea las posibilidades de consolidación de un nuevo régimen es necesario cambiar las leyes y las instituciones. Aquí entran los señalamientos de Muñoz Ledo, quien avanza una serie de propuestas que apuntan a una reconfiguración institucional y legal del Estado mexicano. Las ideas no son nuevas, ya que la mayoría han sido debatidas en forma aislada en los años anteriores. Van desde la iniciativa de construir un régimen semipresidencial que implica mayores poderes al parlamento, hasta la relección de diputados y senadores, presidentes municipales y diputados locales, pasando por un cambio radical de las instituciones de procuración de justicia, en especial del Ministerio Público y de las procuradurías. La lista es larga y el tema extraordinariamente complejo. Baste decir que la agenda propuesta es sólida y debería convertirse en el eje de una discusión nacional urgente.

Sin embargo, las condiciones políticas del país no favorecen el clima de diálogo y negociación necesario para pactar una vasta reforma del Estado. A corto plazo hay profundos desacuerdos en materia de política fiscal, y la agudización de la crisis económica hace casi imposible pensar en acuerdos en la materia. Las protestas sociales en vías de generalización achican aún más el espacio de negociación al incrementar el costo político de decisiones impopulares. Queda claro ahora que Fox perdió un tiempo precioso e irrepetible en la primera mitad del año al no aprovechar su capital político y el impacto retardado del crecimiento del año anterior para negociar en condiciones favorables con las fuerzas políticas. Su pretensión de pasar por encima del Congreso en el asunto de la reforma fiscal y de la ley de derechos indígenas concluyó en un rotundo fracaso y en un desperdicio de energía, tiempo y capital político.

Las oportunidades perdidas se pagan. Ahora las condiciones son mucho peores. La crisis económica llegó y todo indica que permanecerá durante un tiempo imprevisible. La lógica respuesta de los campesinos y trabajadores exige repensar la política económica con el fin de disminuir los costos sociales de la inevitable recesión. El clima político y la percepción pública del ejercicio de gobierno están cambiando con gran rapidez. Si no se actúa con racionalidad y con altura de miras, aumentará exponencialmente el riesgo de que haya una desilusión con la democracia tan rápida como el ascenso del entusiasmo hace un año.

A nadie conviene la parálisis política actual y la construcción de un clima de bloqueos políticos mutuos. Por una vez, aunque sea una sola, los dirigentes políticos deben darse cuenta de que están parados en un volcán, y que su estallido no le va a convenir a ninguno de ellos, excepto a las fuerzas restauradoras.