sabado Ť 15 Ť septiembre Ť 2001
 Ilán Semo

El dilema (norte)americano

La transformación de Estados Unidos en una gran potencia fue un proceso que se inició a mediados del siglo XIX. La guerra contra México y, más tarde, la expansión en el Pacífico, hablan de una sociedad que cuenta, desde aquel entonces, con los ingredientes suficientes para competir con Inglaterra, Alemania y Francia por la geopolítica mundial. Desde sus orígenes, fue una rivalidad fundada en una geografía dividida: el teatro de la guerra y su público estaban separados por un océano. A diferencia de sus iguales -o sus rivales- europeos, que descubrieron en carne propia la moderna noción de exterminio en las trincheras del Marne y Verdún durante la primera Guerra Mundial, Estados Unidos salió casi ileso o ileso de esa contienda. Para su gente y sus ciudades (no para sus soldados, reclutas en su mayoría) la guerra fue un evento que transcurrió en los titulares de la prensa. Lo mismo sucedió durante la segunda Guerra Mundial. Mientras que Europa se convirtió en un escenario terrible de las nuevas industrias de la muerte, los estadunidenses tuvieron la fuerza -¿o la habilidad?- para preservar la paz en sus fronteras.

Para los europeos los saldos de dos guerras fueron más que suficientes: no renunciaron a su papel hegemónico en la economía y en la cultura, pero sí al de potencias militares.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, las potencias europeas (y más tarde Japón) mostraron que la consistencia económica y política de una nación no depende en absoluto del número de divisiones militares con las que cuente. Frente a este hecho naufragaron precisamente las teorías sobre el "imperialismo". Se dice, con frecuencia, que Occidente se contentó con una suerte de división de labores: mientras los europeos se recuperaban, Estados Unidos cumplió el papel de polizón mundial. Es un argumento absurdo. Europa jamás pagó -ni ha pagado- los gastos militares del Pentágono. Y Estados Unidos cobró con creces la recuperación de Europa y Japón. La explicación de Camus parece más plausible: "Europa estaba cansada de matarse".

Artífice (junto con la extinta URSS) de la guerra fría, Estados Unidos ejerció durante cuatro décadas (1949-1989) un papel que se asemeja más al de las potencias previas a la segunda Guerra Mundial que al que descubrieron las naciones que renunciaron al espectáculo de ver caer bombas atómicas en sus ciudades (Japón), o lluvias de V-2 en sus escuelas (Inglaterra), o erradicaciones del mapa (Lídice), u ocupaciones humillantes (París), o bombardeos que desaparecían ciudades enteras (Guernica y Dresde), o exterminios de poblaciones enteras (los judíos polacos y los gitanos). Cierto, nadie aprende en piel ajena. Suena escalofriante, pero el martes negro de Nueva York ha sido, desde hace por lo menos medio siglo, una catástrofe anticipada ("riesgo calculado" se le llama en el imbecilismo militar) no sólo en los planes del Pentágono sino en el imaginario de toda la sociedad estadunidense. Basta con repasar sus predicciones cinematográficas para entenderlo. Ni hablar de su obsesión por ser un icono militar.

Que el autor sea un "enemigo" de los bajos fondos, el "terrorismo", contribuye al escalofrío.

La sociedad estadunidense ha sido herida en profundidad. Los sentimientos de seguridad, confianza y autovaloración que habían distinguido al american way of life sufrirán mutaciones insospechadas. Pero responder con una "guerra contra el terrorismo" significa no sólo moverse en la misma lógica del "enemigo" sino continuar ejerciendo el papel del cuidador de fronteras de esa unidad imaginaria y cada vez más dispersa que hasta hace poco se llamaba Occidente. Hoy, un papel cuyos riesgos son obvios y cuyos beneficios no exceden probablemente al aparato militar de Estados Unidos. Enfrentar el odio con la venganza no hará más que multiplicar el odio.

Por otro lado, es fácil, como ya lo ha hecho ese nacionalismo chatarra mexicano, desdecirse de la corresponsabilidad de México en el combate al terrorismo. En México siempre se pueden cosechar votos alentando algún sentimiento antiestadunidense. Pero la catástrofe de Nueva York no es, al menos para la sociedad mexicana, un evento que pueda ubicarse en la esfera de su "política exterior". Millones de mexicanos viven en Estados Unidos. Es el primer socio comercial. Querámoslo o no, la economía mexicana depende de la suya. Una cosa es rechazar la estrategia republicana para contrarrestar el terrorismo y otra muy distinta es evadir el tema de cómo construir una estrategia compartida para hacerle frente. Una estrategia que jamás se encontrará si no se busca activa y decididamente.