Enrique
López Aguilar
El Diccionario de la lengua española, de la rae, en su edición de 1970, remite la palabra eufemismo al campo retórico y la describe como el "modo de decir para expresar con suavidad o decoro ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante". En esta definición, de manera por demás retórica, se oponen los términos suavidad y dureza en un enfrentamiento que parece obvio en sí mismo, aunque resulta extrañísima la antonimia decoro contra malsonancia. Proseguir los juegos cementéricos, que ya jugaba Oliveira, el protagonista de Rayuela, conduce al curioso a las siguientes acepciones de la palabra decoro: "honor, respeto, reverencia que se debe a una persona por su nacimiento o dignidad; circunspección, gravedad; pureza, honestidad, recato; honra, punto, estimación". Cualquiera puede percibir en esta cadena enumerativa (el decoroso contenido) tal tufillo de buena crianza y decencia que uno la supone parte de las palabras predilectas del señor Abascal, a quien, por cierto, entiendo sustancialmente alejado del íntimo decoro lópezvelardeano; lo que no se evidencia es la oposición entre las palabras decoro y malsonancia, hasta que una nueva consulta al Diccionario de marras ilustra que malsonancia es cuanto "suena mal [y] aplícase a la doctrina o palabra que ofende los oídos de personas piadosas u honestas": frente a tanta piedad, honestidad y recato, ¿serán malsonantes los gemidos producidos por una pareja durante la dulce batalla de los cuerpos? No para la pareja; seguramente no para quienes creen que en esa pareja se vuelve a fundar el mundo; sí, desde luego, para cualquier fósil abascalensis: ¿se puede eufemizar la música de los cuerpos copulantes? Para una antropología del eufemismo, basta con rascar un poco sobre su epidermis para intuir los rumbos maniqueos, la condición moralista y las connotaciones subjetivas del grupo lingüístico y social que los profiere: ¿malsonancia es disonancia?, ¿quiénes pertenecen al selecto grupo de personas pías y honestas?, ¿quién y cómo decide lo que suena bien o mal? Asimismo, para una antropología de las buenas maneras, son reveladores esos torcimientos que logran ocultar los hechos detrás de las palabras, no obstante que estos sean tiempos más bien alejados del verbo y muy cercanos a la imagen. La parte bonita del lenguaje (si la hubiere) pareciera avergonzarse de la fea (si la hubiere), ocultándola y calificando a sus productos con adjetivos negativos como malas (palabras), groserías, obscenidades, peladeces; pero, como esos frutos condenados forman parte de una zona emocional e intensificadora del lenguaje y su empleo resulta imprescindible en la comunicación cotidiana de todos, el eufemismo parece la solución de quienes, pretendiendo intensificar su expresión verbal, prefieren matizarla con aquello permitido por las buenas maneras: así, eufemismo también es sinónimo de maquillaje, mojigatería, hipocresía y de un inexplicable temor a las palabras, como si su "malignidad" inherente fuera peor que la ejercida en otros actos sociales. ¿Dónde radica la perversidad de las palabras? ¿En su forma o en su fondo? Si se emplea coger para significar "relación sexual", ¿dónde está lo duro (sin albur) y lo malsonante? ¿En el contenido (la relación sexual) o en el continente (en la serie de cinco fonemas y grafías que construyen la palabra coger)? La suposición de que el contenido sea lo perverso es incurrir en una aporía lingüística, pues cada eufemismo que atildara las denotaciones sexuales cometería idénticas pecaminosidades, como en hacer el amor y coger, que ahora significan lo mismo (hasta los años cincuenta, en español, hacer el amor sólo era sinónimo del cortejo amoroso; hoy, la gente bonita cree hacer el amor mientras los nacos cogen): si el horror recayera sobre los contenidos, no habría forma de evitar la mortífera connotación tan temida por la moral, ya que todo sinónimo sería igualmente censurable: cada uno expresaría el mismo odioso contenido. La perversidad de las palabras pareciera radicar, entonces, en su forma, en su apariencia, lo cual se aprecia muy bien en expresiones como coger, palabra "malsonante" en sí misma, pero que los hablantes desprevenidos también emplean indiscriminadamente como sinónimo de "agarrar", "sujetar", "asir" o "ser atropellado por un toro". Si la forma fuera perversa, eso traería consigo las reverberaciones de Muerte sin fin, de Gorostiza, poema en el que vaso y agua, contenido y continente, se confunden y son indiscernibles: ¿qué resulta feo en coger?, ¿algo en cualquiera de sus letras, que son parte de muchas otras palabras? O, tal vez, aparte de la combinación de tres consonantes más dos vocales, lo que las buenas costumbres consideran fea es la suma de contenido y continente: coger es algo desagradable y repulsivo en su expresión (coger) cuando lo expresado, en última acepción, se refiere a asuntos pecaminosos como el sexo; de acuerdo con esta (i)lógica, parecería que hacer el amor es una frase tan hermosa que, por lo mismo, embellece a lo expresado ("tener relaciones sexuales"). ¿Tanto pesan formas y apariencias? Si hacer el amor, cuyo sentido actual se deriva de to make love, hubiera sido el vulgarismo mexicano para expresar relaciones sexuales hasta mediar el siglo xx, momento de proliferación de coger, poetizada por canciones y la irrupción de una corriente reivindicadora del español, ¿no parecería brutal la expresión donde un concepto elevado como "crear el amor" se redujera a la mera cópula con la pareja y, grotescamente, sugiriera el manoseo del nauseabundo barro? En cambio, qué innovadora, castiza y sugerente sonaría coger, cuyas connotaciones serían la posibilidad de asir y tomar al otro para fundirse con él. Ya por costumbre o prejuicios sociales, la respuesta acerca de si la maldad de las palabras radica en contenido o continente no parece estar en el lenguaje, sino en otro lado. (Continuará.)
EL HOROSCOPO No es que quiera dármelas de racionalista, o de poseer una sólida educación científica --qué mas quisiera yo--, pero la verdad es que yo casi no creo en el horóscopo. Y digo casi porque como dice el dicho, las brujas no existen, pero bien que vuelan, y no quisiera atraer sobre mi cabeza alguna catástrofe abominable nada más por descreída. Ni quiero ofender a quienes creen; la mayoría de la gente que trato sostiene que los planetas sí influyen en lo que nos pasa a diario. Pero a mí no me conviene pensar tal cosa, pues nací bajo el signo de Escorpión y me temo que los escorpiones padecemos una sutil forma de discriminación astrológica. Cada vez que alguien me pregunta mi signo y le digo que soy Escorpión, mi respuesta provoca comentarios como el siguiente: "Huy, pues los Escorpiones son un signo tremendo, de lo peor", o "Eres canela fina", o "Tssss... un signo muy fuerte, regido por Marte y Plutón." "Pues qué horror", pienso yo, "creer que mi vida está gobernada por el dios de la guerra y el dios del infierno. Con razón me peleo con los choferes de los peseros." Y mientras más versado esté mi interlocutor en estos asuntos, más cauteloso se pone. Entonces digo, nada más por molestar porque acerca de mi ascendente lo ignoro todo --necesitaría conocer la hora de mi nacimiento y cosas así--, que también tengo el ascendente en Escorpión. Generalmente, eso le pone punto final a la conversación sobre signos, ya que los escorpiones por partida doble son gente con fama de susceptible y con tendencia a violentarse. En el banquete de Trimalción hablan pestes de ellos; "envenenadores y asesinos" les dicen. El inolvidable personaje de la novela de Lawrence Sterne, el pobre Tristram Shandy, nació el mismo día que yo. Sterne lo pone a quejarse de lo lindo porque aun hoy, el 5 de noviembre se recuerda en Inglaterra que en el año 1605 una turba de católicos alebrestados trató de volar las cámaras del Parlamento; el 5 de noviembre es pues "el día de la traición" y se celebra quemando unos como Judas con la efigie de un tal Guy Fawkes. Pero no me dejo avasallar. Tristram es un personaje amabilísimo; dos de mis mejores amigas, mi sobrino, mi abuela paterna, el entrañable poeta Francisco Martínez Negrete, José, el vecino del trece y Lola, la muchacha que viene a la casa a ayudarnos una vez a la semana desde hace veinte años (estos últimos tres son del mismo día que yo, es decir que vivo en un edificio que es, literalmente, un nido de escorpiones), todos son Escorpión, y de lo más buenas gentes. Aunque no conozco su ascendente, debo admitirlo. Cuando traté de cambiarme de signo al del horóscopo chino me llevé otro chasco: me imaginé que seguro sería un dragón, o un tigre, algún animal fabuloso, pues. Soy rata. Es decir, que soy de dos signos que si abundaran por la casa en su forma física harían necesaria la presencia de Rodex o algún otro control de plagas. Ya no quise averiguar cuál era mi signo en el horóscopo azteca; capaz que resulto una pulga, que me gobierna Tezcatlipoca, o, Dios me agarre confesada, Mictlantecutli, el señor del infierno. Me consuela pensar que la astrología no siempre atina. En el siglo xiv, en plena peste negra, el rey Felipe pidió a los eruditos de la Universidad de París que averiguaran la causa de la plaga. Después de sesudas y urgentísimas sesiones, los médicos concluyeron que una desdichada conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado 40 de Acuario, ocurrida el 20 de marzo de 1345, era la causa. Ahora sabemos que la bacteria conocida como pasturella pestis, un bicho menos poético y más letal que cualquier conjunción astrológica, fue en realidad la causante de la mortandad más terrible que haya conocido Europa. Además el conocer tanta gente nacida bajo el mismo signo que yo y comprobar qué distintos somos entre nosotros me anima, pero tengo que confesar algo inquietante: hace unos meses el horóscopo de la edición norteamericana del Vogue me advirtió que Venus se había salido (no sé de dónde), y que tuviera mucho, mucho cuidado. Además que procurara callarme la boca. Esa advertencia me alarmó mucho, pues generalmente el horóscopo del Vogue es de una frivolidad aplastante. Generalmente me recomienda cosas como comprar unos zapatos de Manolo Blahnik --absurdo, tendría que vender mi televisión para juntar la lana--, untarme Crème de la Mer en las patas de gallo, o salir corriendo a tomar lecciones de automaquillaje. Así que tomé mis precauciones, todas inútiles. A mis escorpiones cercanos les pasó, como a mí, de todo: colchones quemados, bolsas olvidadas en lo alto de la pirámide del sol en Teotihuacán, caídas, choques --leves--, catarros. Durante tres meses consulté religiosamente el Vogue, y sólo hasta ahora, que Venus regresó --voluble como le corresponde--, estoy en paz. Es decir, que como dije al principio: yo casi no creo.
Noé
Morales Muñoz
KAHLO VIVA LA VIDA
Ante la perentoria necesidad de anticiparse a la ignominia (se sabe que Salmita ha perpetrado una versión fílmica en la que ratificará, una vez más, que su mejor recurso histriónico lo debe por completo a su crew de cirujanos plásticos), la agrupación multidisciplinaria denominada Movimiento Cultural Techo Blanco se aventura en la producción de un espectáculo en el que, a diferencia de otros muchos que pululan en las carteleras teatrales y cinematográficas, no se apuesta por impresionar al espectador a base de golpes de efecto fraguados en silicón. Liderada por Vanessa Bauche, una de las pocas actrices en México que contempla al intérprete no como un mero elemento de producción, sino como un ente con el suficiente porcentaje de iniciativa como para generar proyectos interesantes por cuenta propia, esta compañía ha logrado, en un periodo corto de tiempo, ser partícipe de un respetable número de productos fílmicos (cortometrajes como el muy celebrado ¿Alguien vio a Lola?, dirigido por la propia Bauche) y teatrales que, aunque de calidad irregular, permiten vaticinarle un futuro halagüeño. Prueba insoslayable de esta temprana madurez es una obra en la que el tratamiento dado a una figura histórica no causaría los sainetes mercantilistas entre la Hayek y Jennifer López que sí causó la seguramente temible producción de Hollywood. Se trata de Kahlo Viva la vida, monólogo de Humberto Robles dirigido por Rodrigo Vázquez e interpretado por Laura de Ita, que goza de una ya dilatada temporada en La Gruta del Centro Cultural Helénico. Si dicho icono ha sido motivo recurrente para la dramática ?recuérdese, por ejemplo, la prodigiosa película de Paul Leduc, y se recordará automáticamente la soberbia actuación de Ofelia Medina?, se debe a que la intensidad y riqueza de su biografía es una tentadora fuente natural. Destrozadas su columna y su pierna en un choque de tranvía durante la adolescencia (lo que festonearía su vida de un dolor intenso reflejado en su obra), fiel camarada del Trotski exiliado (quien la pretendió),vinculada casi involuntariamente con la vanguardia surrealista (por André Breton), cuestionable dueña del caprichoso corazón de Diego Rivera, la trayectoria de la Kahlo es una línea irregular motivada por un lado por el sufrimiento físico y espiritual, pero en contraparte también por una imperiosa necesidad de aferrarse a la vida no obstante la ingrata avaricia de ésta. Esto lo sabe bien Humberto Robles y nos entrega una Frida verosímil en tanto matizada, multidimensional y camaleónica, evadiendo el tratamiento light con el que tanto y tan mal se ha hablado de ciertas vacas sagradas del arte contemporáneo nacional. Aproximando al público a una etapa postrera de su existencia, Robles logra pintar perfectamente la decadencia del personaje sin apelar a la sensiblería melodramática que se acostumbra en casos que, como éste, intentan mostrar el lado más crepuscular de personajes en sí mismos bastante lóbregos. Desde el cuarto de su casa en el que espera la celebración del 1 de noviembre (sobria pero eficientemente ambientado por Rubén Rodríguez), Frida se burla de la muerte y de sus muertos, en un macabro coqueteo que permite asistir al derrumbamiento moral de una mujer cuyas paradojas emocionales se tradujeron en un vigor vital que ha tocado techos legendarios. Rodrigo Vázquez, mejor conocido como intérprete, hace un trabajo bastante afortunado en su debut como director de escena. Logrando uniformidad en el tempo general del montaje, no obstante las muchas transiciones planteadas por el dramaturgo (uno de los escasos puntos cuestionables del texto), Vázquez permite a su actriz apoderarse de un personaje tan excitante como riesgoso. Con un trazo discreto pero efectivo, el director concede libertades actorales que conllevan a un rendimiento uniforme con algunos momentos de notable factura escénica. Laura
de Ita aborda el mito sin tantas contemplaciones. Perdiéndole a
Frida la dosis necesaria de respeto para evadir el acartonamiento, De Ita
se muestra dueña innegable de una caracterización que se
alimenta notablemente de una actriz en el umbral de la madurez interpretativa.
En el que tal vez sea su proyecto más personal (en el que también
participa su pareja Joselo Rangel, de Café Tacuba, en el diseño
sonoro y la ejecución en vivo, lo que constituye sin duda un notable
punto a favor de la intimidad de la puesta), la actriz logra mucho más
fácilmente los pasajes desgarradores que los humorísticos,
en los que parece confundir intensidad con vehemencia gestual y vocal (su
forzado acento cuasi norteño, digno del mejor Piporro, cuando la
Kahlo se pone alegre tras unos correctos buches de mezcal, por citar un
pasaje recurrente). Lo anterior no obsta para que este objeto de teatro
cumpla con su objetivo capital: abofetear con guante blanco al maniqueísmo
neoliberal, ése que pretende socavar héroes ajenos en memorabilia
intrascendente y deleznable.
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Marco Antonio Campos
Luis Martínez de Castro (1819-1847) Tenía veintiocho años y fue, como dijo Guillermo Prieto, "joya y decoro de la juventud mexicana". Era suyo el porvenir. Altamente dotado para la sátira, se adivinaba en sus crónicas y artículos un moralista dentro de la gran tradición del xviii francés. Tenía el genio para los idiomas; aprendió sólo alemán (su segunda lengua), inglés, francés e italiano. Sus amigos lo querían y los mayores lo respetaban. Hijo de un ex presidente de la Suprema Corte de Justicia, era de una probidad absoluta. Casi todos los días, cuando camino rodeando el ex convento de Churubusco, en mi barrio de San Diego paso frente al monumento funerario donde yacen, debajo de él, Luis Martínez de Castro y Francisco Peñúñuri, héroes indiscutibles de la guerra contra Estados Unidos. También se hallan inscritos los nombres de combatientes caídos, como Rafael Oliva, Paz Montes de Oca, Pascual Merás, José María González y Agustín Gutiérrez, pero hasta donde sé no están enterrados aquí. Arriba del monumento hay un ángel. El monumento mandó erigirlo el presidente Ignacio Comonfort, a iniciativa de José María Lafragua, en el año de 1856. Comonfort y Lafragua combatieron en la batalla de Churubusco. Con los cuatro cañones que aún perduran frente a dos de las puertas del ex convento, ningún sitio de Coyoacán me conmueve tanto como este monumento funerario, este gran símbolo de la resistencia extrema sin porvenir, situado frente al Museo de las Intervenciones, y rodeado de grandes árboles hechos de tiempo. El monumento se alza en el sitio exacto donde Peñúñuri y Martínez cayeron: Peñúñuri muerto y Martínez herido de muerte. El joven Martínez (ya se había terminado el parque) quiso regresar a bayoneta calada a su regimiento del que había sido aislado y las balas lo alcanzaron. Muertos y heridos fueron llevados a la nave de la iglesia de San Diego, dentro del convento. Roa Bárcena describe una escena de tragedia shakespeariana: ese gran viejo de cincuenta y ocho años, Manuel Eduardo Gorostiza, nuestro primer dramaturgo de polendas, que se comportó con honor y coraje en los días de la invasión, que combatió como cualquier joven en la batalla, acompañado de dos ayudantes, visitó a los heridos en la iglesia y al ver a Peñúñuri muerto y a Martínez herido no pudo contener el llanto. Extendió la mano a Martínez, se secó las lágrimas y exclamó: "¡Vámonos!, ¡Estos pidieron!" A los pocos días, en el centro de la Ciudad de México, Martínez murió: se habían gangrenado las heridas. Manuel Carpio perpetuó en alejandrinos lamentosos la memoria de Martínez de Castro. En una de las conclusiones, con la cara llena de vergüenza, Carpio dijo que si los demás mexicanos se hubieran comportado como el joven Martínez, si hubieran seguido sus huellas, "jamás el pabellón de las estrellas/ flotara en la ciudad de Moctezuma"; Eulalio María Ortega, hijo mayor del poeta Francisco Ortega, escribió en diciembre de ese 1847 una semblanza emotiva donde destacó la vida virtuosa y los actos de coraje del amigo; Guillermo Prieto recordó en páginas laudatorias a quien la Fortuna no le permitió ver cómo unos meses más tarde México ya sólo sería la mitad de México. "Vida tan breve y llena de honor y de virtudes, fue coronada por la gloria de los héroes, en la defensa de Churubusco." La tumba y el monumento han estado allí desde hace 155 años, y seguirán estándolo, a menos que el Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah), como lo ha hecho tantas veces, en uno de sus característicos dictámenes ?baste recordar Teotihuacán y Cuicuilco?, decida que se puede demoler y construir en el sitio un Vips, un Burger King o una boutique francesa, porque el lugar no es una belleza artística ni representa un hito histórico.
Luis
Tovar
Ellos no tienen por qué saberlo, pero Poncho y Carlos Cuarón tienen la culpa de que este crítico balín haya tenido que añadir, a medio camino, un capítulo más de la serie sobre guionismo comenzada hace tres números. La razón es bien conocida: este par de cineastas mexicanos acaban de ganar el Premio al Mejor Guión en el más reciente Festival Internacional de Cine de Venecia, por su muy buen trabajo titulado Y tu mamá también. Y no sólo eso, sino que Gael García Bernal y Diego Luna, los protagonistas, se llevaron ex aequo el Premio Marcello Mastroianni al Mejor Intérprete Joven. (Tanto Gael como Diego provienen de familias metidas, de lleno y desde hace muchos años, en el medio artístico: Gael es hijo de José Ángel García, actor, y de Patricia Bernal, actriz; Diego es hijo de Alejandro Luna, escenógrafo genial, y de Fiona Alexander, pintora y escenógrafa ya fallecida y bien recordada por todo el gremio teatrero de México. Felicitaciones para los dos charolastras, y la admiración para Diego por su gesto de haberle dedicado el premio a Fiona.) Puntadas premiadas "Imagínate un road movie de unos güeyes que van a la playa, güey." Esta frase, que pareciera sacada de los mismísimos diálogos de la película, fue pronunciada como quien no quiere la cosa por Emmanuel "el Chivo" Lubezki hace muchos años, según afirman Carlos y Alfonso Cuarón en el texto que abre la edición que del guión de la película acaba de publicar Ediciones Trilce. Así se demuestra, entre otras cosas, que al hablar de creatividad las ideas son como las palomitas de maíz: es fácil aventarlas hacia arriba, pero a ver quién las cacha. Esa escueta propuesta, "uno de tantos comentarios al aire" del conocido fotógrafo, tuvo que pasar por un añoso y complicado proceso antes de verse reflejada en la pantalla y ser, ahora, la causa de que sus realizadores tengan en sus manos uno de los trofeos cinematográficos más importantes. Los Cuarón tuvieron que chutarse la friolera de cinco tratamientos guionísticos y ni así quedaron conformes, pues, como ellos mismos lo afirman en el texto citado, el guión todavía sufrió las acostumbradas enmiendas producto de las sugerencias de los actores, del productor, más "las que salieron de la búsqueda de locaciones y las del 'Chivo'". Esto habla, evidentemente, al menos de dos cosas: la primera, el espíritu de colaboración con el que la película fue hecha desde sus primeros pasos, y la segunda, el indispensable tesón --si quiere llamémosle terquedad-- que en México se requiere para lograr que una idea, buena o mala, termine frente a los ojos del público. Y, para decirlo al estilo charolastra, qué chido que esta idea fue chingona. No con estas palabras, pero así opinaron los jurados en Venecia, y algo similar puede afirmarse de los cientos de miles de personas que con su boleto pagado tienen a Y tu mamá también rompiendo récords de audiencia en su decimotercera semana de exhibición. De paso, este doble fenómeno da pauta para repensar la vieja --y en mi opinión un tanto maniquea-- disyuntiva según la cual una película con éxito en taquilla difícilmente es reconocida por la crítica o, en este caso, por un jurado calificador. A menos que se decida caer en la imperdonable soberbia de considerar torpe al montón de gente que ha ido al cine a ver la última de los Cuarón, o en la igualmente sangrona idea de creer que el jurado veneciano sabe menos que uno, aquí la unanimidad es menester (conozco a muchos que quizá a partir de ahora se lo piensen dos veces antes de criticar a tontas y a locas un trabajo que sigue demostrando su calidad). Unanimidad, digo, por lo que hace al reconocimiento de algo innegable: la columna vertebral de Y tu mamá también es sólida y sostiene bien un corpus al que sus creadores dieron forma de principio a fin, reescribiendo cuanto hubo que reescribir, corrigiendo siempre que hizo falta, y haciendo modificaciones y adiciones finales para redondear su propuesta. Subrayo el "su" porque ni la unanimidad ni su ausencia tienen nada que ver con el gusto; así, una película en conjunto o parte de ella puede no agradarle a alguien, pero eso no debe ser impedimento para reconocer las virtudes que contenga, del mismo modo que sus defectos tampoco deben ser estímulo para brincarle a la yugular; excesos que son, de manera tristemente frecuente, el modus operandi de cada vez más y más opinadores de cine. Vaya entonces, una felicitación a todo el equipo
que hizo Y tu mamá también. Como ha sucedido otras
veces, este triunfo en un concurso internacional traerá beneficios
para todo nuestro cine, y tal vez, como desea Carlos --y con él
sus colegas, a los que me sumo--, ayude a que algún día no
lejano los guionistas puedan vivir de lo que mejor saben hacer. Y vaya
una felicitación especial a los Cuarón, esos periquitos que
hicieron su humilde caquita y tal vez nunca imaginaron hasta dónde
se la llevaría el viento (todo esto no es broma privada: para saber
de qué se trata, busque en el guión editado al que se ha
hecho referencia).
BETSY PECANINS: CANTAR NO ES SOLO VOZ Está conformada por tres espacios, tres idiomas, tres naturalezas: Estados Unidos, Barcelona y México. Vivió sus primeros trece años en Yuma, Arizona, y allá, en la tierra de su padre, respiró por vez primera ese halo de sensualidad, dolor y humor que le dan cuerpo a ella y al blues. En Barcelona tocó la guitarra, cantó en catalán y la familia materna la enriqueció de una visión plástica, una tradición poética y un placer por alimentar la voz desde muy adentro, más allá del solfeo. México, su otra patria, fue presencia constante desde que contaba dos años de una vida que sería viajera, hasta convertirla en lugar de residencia y donde Betsy Pecanins forjó su camino blusero, aliado a la heterodoxia. Porque si bien se considera rigurosa en el trabajo, nunca ha sido purista. Se ha abierto a las rancheras bluseadas, a la poesía jazzeada y a la fusión de géneros que la lleva a homenajear lo mismo a los Beatles que a Lucha Reyes o a Rosario Castellanos, con un eco de adhesiones y rechazo por no circunscribirse a su ámbito natural, ése que colmaron con creces John Lee Hooker, Muddy Waters y otros pilares que le enseñaron a cantar. Nómada siempre y con un sentimiento de marginación cuando en Barcelona la consideraban "gringa", en Estados Unidos "mexicana" y en México "catalana", Betsy se formó con una cualidad intermitente y casi autodidacta lo mismo en el piano que en la flauta y el solfeo. En México ya cantaba con sus cuates en las fiestas, pero el peso de su madre y tías (las Pecanins) la ubicó primero en el ámbito de las artes plásticas. "Viví en un ambiente de pintores y poetas. Mi madre y mis tías tenían la galería Pecanins y sentí que debía irme por ese camino. Hice carteles, pinté papeles, pero me jaló más la música; siempre supe que era más auditiva que visual." Eso lo intuyó con los años; sin embargo, al principio pensó que manejaría siempre los pinceles, los lápices y los tubos de óleo. Vivía en México y cuando su madre le dijo que irían a Barcelona, aprendió unas cuantas cosas de guitarra, cargó con una y advirtió las posibilidades que su voz y la lira le darían para cantar en cualquier esquinita y obtener dinero para comprar los materiales pictóricos. Así lo hizo. Quería pasar el sombrero en las aceras pero conoció al gerente de un café-concert donde habían desfilado estrellas como Serrat, y la Pecanins empezó a hacer audiciones que la condujeron a universidades y a reuniones medio clandestinas cuando Francisco Franco aún vivía y la canción latinoamericana de protesta era motivo del apañe policiaco y la consecuente corredera por la puerta de atrás de cualquier foro. La pintura se mantenía como opción, pero ella había visto mucho arte y nunca acabó por creerse con talento para ese lenguaje. Fue entonces cuando se lanzó a alimentar su voz. "Es sólo un instrumento que cuidas con vocalización, con entrenamiento, con clases y ritos, como comer hielo, pero en realidad lo que alimenta la voz es que trabajes interiormente en tu pasión por cantar y hacer las cosas. Cantar no es la voz. Cantar es de adentro. Uno se estanca, se deprime, pierde la imaginación y entonces hay que ir a renovarse." Una de sus fuentes de innovación ha sido la poesía, el trabajo constante con Alberto Blanco, Myriam Moscona, Jaime Moreno Villarreal, David Huerta y Carmen Boullosa; su liga con compositores de música popular y contemporánea como Jaime López, Guillermo Briseño, Marcial Alejandro y Pepe Elorza; Arturo Márquez, Vicente Rojo Cama y Armando Contreras. Todo ello disfrutable en Nada que perder, El sabor de mis palabras y Esta que habita mi cuerpo, entre once discos que forman su producción desde 1980 a la fecha. Otra forma de quitarse el polvo ha sido incursionar en las rancheras, conocer a fondo a Lucha Reyes, alucinarse con ella y mezclar su sensualidad, dulzura y violencia con el bluseo y el jazzeo presentes en La reina de la noche y El efecto tequila. "Muchos se ofendieron pero a la vez nos fue bien con ambos discos. Siento que cada uno surgió en su momento y quedó como algo significativo. ¿Que si quedé satisfecha? Nunca. Insatisfacción es parte de mi nombre. Además, el blues no complace. Es su parte más neta. Y cuando una es mexicana y blanca, se vuelve más exigente. Porque si John Lee Hooker fue a veces incorrecto, siempre resultó genuino. En su incorrección y sus limitaciones estuvo su fuerza artística. Nosotros necesitamos más rigor, dejar de lado la parte relajada, de palomazo continuo que prevalece entre los bluseros mexicanos. Tal vez quienes no me quieren mucho aquí tengan razón por haberme abierto a las rancheras. Pero en mí siempre ha pesado más el lado creativo que el purista. Y si mi estado natural es el blues porque regreso a él para pisar tierra, lo otro me ayudó a renovar ideas." Por lo pronto, ahora Betsy trabaja con un proyecto que ligue la música ranchera con un concierto de cámara. También borda en torno a un repertorio sobre la migración; no la frontera como única forma del migrante sino ese pedacito que todos tenemos del viaje, el cambio, la mezcla, la pérdida, la no pertenencia y el ir con el ombligo a cuestas para enterrarlo en un sitio al que quisiéramos retornar. En todo ello habrá algo de la naturaleza errante
de esta blusera trilingüe que prefiere el inglés y --aunque
amante de los silencios-- escucha lo mismo a Back Street Boys y a U2 por
su hija de once años que, por cierto, aún no tiene todos
los discos de esta creadora intensa.
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