Pedro Miguel
Pagar el pato
Unos niños de apellido irlandés o italiano aprenden a vivir en orfanatorios de Queens o de Brooklyn. Un puñado de ancianos ha perdido sus pensiones y los lavadores de cristales del sur de Manhattan experimentan ya una grave reducción de empleos. Muchos miles de hogares se han quedado con una habitación vacía. No hay que recurrir a ninguna profecía para saber que las facturas de esos daños llegarán, en su momento, a un anónimo e inocente pastor de ovejas del Pamir, a quien le lloverá fuego sobre la carne; a los infantes afganos, quienes padecerán escasez de leche y medicinas; a los ciudadanos israelíes que vivirán niveles de amenaza e inseguridad nunca antes vistos, y a los palestinos de Gaza y Cisjordania, en donde los enjambres de helicópteros artillados causarán destrozos proporcionales y hasta superiores, si se considera la miseria y precariedad de esas regiones, al que causaron los ataques terroristas en EU.
A cambio de esas facturas, los accionistas principales de Raytheon, una firma que produce misiles de alta tecnología, podrán cambiar de yate gracias a las utilidades generadas por un montón de huesos chamuscados. Lo que viene es un duelo entre los que siempre ganan y los que nunca tuvieron gran cosa y que ahora, muertos, mutilados, huérfanos, viudos o desempleados, tienen menos que nada.
No hay equívoco: los dueños de las fábricas de aviones y los propietarios de miles de almas fanáticas están en el mismo bando en esta guerra, aunque parezca lo contrario, y aunque unos habiten en residencias de lujo y otros vivan en refugios del desierto de Margo. La sentina de intereses que desembocó en la tragedia de hace ocho días seguirá ganando, porque su negocio es la guerra y la destrucción.
A la larga, los llamados de muerte de los puros al estilo
de Osama Bin Laden han fructificado; poco importa que ese antiguo aliado
de Washington -como fue Sadam Hussein- haya participado o no en la planeación
de los atentados; su ganancia enorme es que ahora él y sus secuaces
se han hecho merecedores al estatuto de potencia beligerante. Las políticas
exteriores criminales de Estados Unidos han conseguido convertir al país
y a su población en objetivos militares. Porque están en
guerra, según afirma todo Washington -del presidente para abajo-,
y guerra significa atacar y ser atacado en los ámbitos y símbolos
más entrañables: la lógica bélica obliga a
causar el mayor perjuicio posible al enemigo, y los daños más
devastadores no son los estratégicos ni los propagandísticos,
sino los afectivos. Por eso, en esta confrontación, los más
inermes son los que no tienen bienes raíces ni acciones en la bolsa
ni fortunas sauditas marinadas en petróleo ni arsenales ni nada
que perder salvo el afecto: otras personas, su tierra de origen o refugio,
sus calles, sus campos, su pequeño negocio y su trayecto cotidiano.
Ellos perderán la guerra. Ellos van a pagar el pato.