JUEVES Ť 20 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001
Angel Guerra Cabrera
Terrorismo
La administración de George W. Bush y los políticos estadunidenses son renuentes a reflexionar sobre las causas más profundas de la crisis que enfrenta su país desde el martes 11 de septiembre, arraigadas en el injusto orden internacional vigente. Lejos de razonar echan toda la culpa al efecto -la acción de los terroristas- y se dejan llevar por el espíritu de revancha sin darse cuenta de que esa conducta puede arrastrar al mundo, incluso a Estados Unidos, a una catástrofe apocalíptica.
El expediente de restañar el orgullo herido con la agitación frenética del jingoísmo entre los siempre mal informados y ahora agraviados estadunideneses y de dar cauce a la venganza con la acción de una partida punitiva a la usanza del far west movería a risa si no fuera por la gravedad de sus presumibles consecuencias. La maniquea retórica de la lucha entre el "bien" y el "mal", el primitivismo subyacente en frases como "se busca: vivo o muerto" son expresiones admisibles en el sheriff de un condado de Texas del siglo XIX, pero no en el jefe de la primera potencia mundial.
Existe un consenso universal en cuanto a que el deleznable crimen contra el pueblo estadunidense no quede impune. Pero es inmoral que en Washington se hable del terrorismo como algo ajeno cuando el terrorismo de Estado ha sido una práctica histórica de sus gobernantes dentro y fuera de su territorio. También es inmoral que allí se califique de terroristas sólo a quienes así conviene.
La población de mi país ha sufrido la política de terror estadunidense durante más de cuatro décadas. He visto incendiar cañaverales y bombardear ingenios azucareros cubanos por aeronaves procedentes de Estados Unidos, destruir tiendas y fábricas con explosivos suministrados por la CIA a sus agentes en Cuba; he acompañado en su dolor a familias de campesinos ahorcados por alojar un alfabetizador en su casa. Mi patria fue invadida por un contingente contrarrevolucionario enviado por Washington. He asistido al velorio simbólico de compatriotas que viajaban en un avión comercial cubano, que terroristas vinculados con la CIA hicieron estallar en el aire, cerca de la isla de Barbados.
Hace tres años instalaciones turísticas de la capital de Cuba fueron objeto de atentados con explosivos. Terroristas cubanos, entrenados por la CIA, intentaron asesinar a Fidel Castro -una vez más- en la Cumbre Iberoamericana de Panamá.
Suele olvidarse que los secuestros de aviones no fueron un invento de fanáticos militantes islámicos, sino de la CIA y la contrarrevolución cubana. Como siempre ocurre con el terrorismo de Estado, esta práctica se viró contra quienes la instigaban y llegó un momento en que casi cada semana aterrizaban en La Habana aviones estadunidenses secuestrados. Fue la firma de un acuerdo propuesto por Cuba a Estados Unidos lo que puso fin a los plagios.
La isla sufre un bloqueo que es otra forma de terror sorda y silenciosa, pero no menos reprobable. Sin embargo, en Cuba no existe ni sombra de rencor contra el pueblo estadunidense.
El privilegio de haber tenido como referente el pensamiento universal de José Martí y de participar en una revolución socialista de veras, nos salvó de la xenofobia y nos hizo internacionalistas. La revolución estimuló el pensamiento crítico que nos permitió comprender que la población de Estados Unidos no es culpable en modo alguno de los abusos del sistema imperialista.
Contrarrevolucionarios cubanos al servicio de la CIA han tomado parte en el asesinato de demócratas como el general chileno Carlos Prats, o su compatriota, el ex canciller Letelier, y han funcionado como operativos de esa agencia en las guerras sucias centroamericanas y en el escándalo Irán-contras. La lista sería interminable.
Para colmo, los responsables y ejecutores de la mayoría de los actos de terrorismo de Estado contra Cuba, fraguados y alentados desde Washington, nunca han sido llevados ante un tribunal de Estados Unidos y viven ahí sin que nadie les pida cuentas.
La magnitud del holocausto de Nueva York, Washington y Pittsburgh, la desconcertante actitud, suicida y genocida a la vez, de sus autores materiales, obliga al análisis sobre la génesis de sus motivaciones y a la cooperación internacional que permitan evitar la reproducción de esa conducta. Pero agredir a países pobres y castigar a poblaciones indefensas continuará alimentando la noria de la violencia hasta hacerla irreversible.