sabado Ť 22 Ť septiembre Ť 2001
Marcos Roitman Rosenmann
El mundo occidental está loco, loco, loco...
Existen hechos que se transforman en acontecimientos y acontecimientos que producen quiebres históricos. Las decisiones políticas, la voluntad de hacer la guerra, por ejemplo, tiene fácil justificación si la vida y la muerte se incorporan a un cuerpo ideológico más amplio que las explique y determine. Una razón cultural o un proyecto de civilización son causa suficiente para emprender una guerra, y las guerras son siempre contra el otro, el enemigo público. No es posible emprender una guerra contra un enemigo invisible o difuso. La necesidad de identificar con claridad al enemigo es condición sine qua non para legitimar un acto de muerte. Sus fundamentos obligan a reproducir una moral de guerra. Toda decisión en esta dirección es considerada legítima para derrotar al enemigo público.
Que las elites gobernantes del mundo occidental declaren abierta una guerra y emprendan batallas en nombre de su civilización es demostración de la cosmovisión de dominio y control que esconde dicha decisión. Lamentablemente, evidencia al mismo tiempo una negación de la condición humana en beneficio de una ideología de guerra de todos contra todos. Una vez declarada la guerra sólo queda ejecutarla. Los tiempos pueden ser flexibles, basta la determinación de hacerla para entrar en ella, no hace falta llegar a ejercer la violencia física directa. Su enunciado es más que suficiente para alterar la correlación de fuerzas.
El mundo naciente tras la declaración de guerras civilizadoras, santas o cruzadas tiene como resultado inmediato un mundo escindido y fuertemente represivo. En el siglo xxi, guerras de esta naturaleza tenderán a cerrar los espacios de articulación democrática en beneficio de un ordenamiento que evite cualquier tipo de dinámica y lucha anti-sistémica.
El enemigo público, los otros, son identificados como un conjunto heterogéneo cuyo objetivo no es otro que la destrucción de los pilares de la civilización occidental. Sus representantes pueden ser cualesquiera: palestinos, musulmanes, mujeres, homosexuales, emigrantes, indígenas, parados, inconformistas, campesinos, anticapitalistas, grupos étnicos o simplemente los otros. Más claro, los identificables como presuntos terroristas. Estos pueden trasmutar, pasar de amigos a enemigos, convertirse en herejes, representar el caos, el mal. El terrorista es ya una categoría histórica. Su existencia puede ser asimilable a cualquier acto de barbarie o simplemente de protesta contra el hambre, la explotación o la represión étnica. Cualquiera puede ser terrorista, sólo basta con mostrar inconformidad y hacerla explicita. Desde ya, los movimientos antiglobalización pueden ser considerados terroristas y aplicárseles una legislación en esta línea. Es la diferencia lo que se pretende anular. Lo distinto es considerado atentatorio de los valores y disolvente de las pautas de comportamientos sistémicos. En este contexto el enemigo se vuelve borroso o se hace invisible, con ello la guerra pierde su razón de ser, si es que la tiene. Se requiere redefinirla, adecuar la razón de Estado, el uso de la violencia a las nuevas circunstancias y producir un grado de legitimidad capaz de garantizar una cruzada mundial contra el mal.
Una guerra con estas características abre las puertas a un peligroso mundo de totalitarismo, a un proyecto represivo y antidemocrático de consideraciones imprevisibles a corto y medio plazo. Es necesario reflexionar más allá de los hechos inmediatos. Avalar cualquier guerra de estas características, y lamentablemente el clima que se vive tiende en esa dirección, es transformar un hecho en un acontecimiento cuyo contenido se modela de acuerdo a objetivos pueriles. No se puede construir un mundo democrático con actos de fuerza. Más aún si sus espurios objetivos tienen como fin remodelar estratégicamente el poder político para construir un mundo fundado en la lucha antiterrorista.
Luchar contra ello implica nadar contracorriente. La construcción de un mundo democrático no se consigue sobre la declaración de estados de guerra mundiales, globales, santas o infinitas. La justicia nunca puede venir del uso de los misiles, por mucha indignación o rabia que produzcan hechos execrables en cualquier lugar del mundo. La respuesta a los problemas de injusticia está en generar mayores espacios de articulación democrática. Debemos alertar del peligro que supone apoyar declaraciones de guerra bajo un sentimiento de ira controlado y justificado ideológicamente. Es en esta dirección hacia donde hay que tender, de lo contrario estamos favoreciendo consciente o inconscientemente el advenimiento de un mundo cada vez más inhumano y totalitario. Ť