miercoles Ť 26 Ť septiembre Ť 2001

Luis Linares Zapata

La guerra de muchos

Los ataques terroristas a Nueva York y Washington son las mayores agresiones que México ha recibido en incontables años y de serias implicaciones para su presente y futuro. No se recuerdan hechos violentos donde algunos cuantos hayan afectado de esta forma a los mexicanos. Los efectos en la vida diaria de la nación bien pueden ser calificados de devastadores, tanto o más que los experimentados por el resto del mundo fuera de Norteamérica (Canadá incluido). Casi no hay esfera de la actividad productiva que quede al margen. Ya sea en campos tan distintos como agricultura, transporte, turismo, industria extractiva o de transformación, no se diga el petróleo y su caída vertical, o la misma banca, pues se han visto estrangulados o detenidos como si hubieran recibido un seco golpe de conejo. Las recientes predicciones para el crecimiento del PIB (corregidas por expertos después del 11 de septiembre) lo ilustra con gran frialdad: entre 0 y 0.2 por ciento. Pero, dependiendo de los acontecimientos, pueden ajustarse con tal velocidad a la baja como la desatada especulación que experimentan las bolsas y la disolvencia de sus valores expresada en billones de dólares. Las inversiones directas de EU, las de gran volumen, se revisan y para 2002 harán sentir su ausencia o merma. Los empleos perdidos, sólo del martes negro en adelante, se contarán quizá por centenas de miles, de prolongarse la incertidumbre que alienta la guerra. Eso significa largas filas de connacionales que engrosarán la desesperanza.

Pero no quedan restringidos a este sector económico los efectos del desastre y la violencia que los mexicanos registran en carne propia. Para empezar con los desaparecidos, sin importar el número. Otras tantas esferas de la cotidianeidad padecen sus repercusiones. Las aspiraciones de una existencia con mejores oportunidades de vida se han visto constreñidas en extremos nunca vistos si atendemos a las crecientes dificultades que se tendrán para emigrar hacia el norte. Los 3 millones de indocumentados tendrán que alargar su espera por recibir sus documentos y no son aislados los casos de aquellos que han emprendido el regreso ante la pérdida de sus trabajos. Las exportaciones siguen en marcada caída. La sociedad ha sido incapaz de mostrar su aflicción y rabia contra los asesinos masivos, a pesar de que las encuestas señalan fuertes agravios y pena para con los miles de muertos, incluyendo a mexicanos que nadie ha llorado en la plaza pública. Se han multiplicado los llamados en la radio y en la crítica para buscar en la pasada conducta de los estadunidenses las raíces de la tragedia: en parte "se lo merecen", concluyen irritados. Los intercambios culturales llevarán, como marcas indelebles, lo que hagan o dejen de hacer la sociedad, instituciones y gobierno mexicanos para mostrar su activa solidaridad con este horror americano y su esfuerzo para resarcir en algo su dolor. Las complejas interrelaciones entre las dos naciones se verán afectadas por tensiones adicionales que, hasta hace unas semanas, no tenían. Las remesas de dólares, antes el antídoto más efectivo contra la inestabilidad interna, disminuirán su caudal. Todos y cada uno de los hogares del país han instalado visitantes por demás incómodos: el miedo y la inseguridad en grados superlativos que rondarán el vecindario por tiempo indeterminado. El gobierno, ya de por sí pasmado ante los vericuetos de la administración y el uso del poder, ha recalado, cuan pesado es, en la inmovilidad y no atina a vislumbrar un conjunto de acciones que lo saque de su marasmo. Los planes de emergencia son simples manifestaciones de voluntarismo en lugar de concentrarse en medidas inmediatas que pongan el acento en el crecimiento interno que no dispare la propensión importadora.

La actitud dominante, al menos en círculos de la elite política, académica o en la crítica, apunta hacia un pacifismo que mucho tiene de paralizante e injusto. La búsqueda de la paz, como paradigma, no es discutible por ser evidente su generalizado deseo. Pensar que los llamados a la racionalidad y la vigencia del derecho para impartir justicia pueden encauzar y someter, por la ruta de las instituciones y en las actuales circunstancias de polarización, tanto a víctimas como a sus victimarios, es punto menos que un llamado al vacío. EU, y también México, tienen derecho a la autodefensa ante el terrorismo. Y para ello, el uso de la fuerza a su disposición como naciones atacadas es justificado. Pensar que el TIAR y la cláusula que hace extensiva la agresión contra un Estado a todos los suscriptores sólo aplica a los respectivos Estados es un alegato leguleyo ante los acontecimientos terribles de las Torres Gemelas. La misma postura, extendida entre partidos y crítica, de volver a los tradicionales principios de política exterior (solución pacífica de controversias) y minimizar los respaldos activos y explícitos a los preparativos en desarrollo para resarcir daños causados y prevenir posteriores actos de naturaleza similar, no es ruta inteligente ni conveniente para los intereses nacionales. Apegarnos a la letra de la Constitución para delimitar los pronunciamientos del gobierno, en especial los referidos a apoyos y solidaridad con EU y sus decisiones, no toma en consideración los propios y enormes daños (causales de guerra) que a México le han propinado esos terroristas. Lo que sucede en Afganistán y Pakistán poco tiene que ver con la pasada conducta del imperio estadunidense. Tiene relación con las incapacidades organizativas, la pobreza e ignorancia de los afganos, con el entendimiento y uso de la religión de manera sesgada al estilo de las escuelas obantíes, con las tensiones entre musulmanes sunitas y chiítas, con los pashtos afganos (talibán) y los no pashtos (uzbecos, turkmenos, tayiks y demás tribus), con la belicosidad de algunos iluminados hindúes o sijs del Punjab y con las relaciones con Irán, India, la antigua Unión Soviética, Pakistán y los apoyos y contagios árabes y chinos. Tiene que ver con la postura intransigente de Israel y con el despotismo de la casa Saudí que reina en Arabia. Un coctel de horrenda composición en el que es necesario irse a meter para que no haya gobiernos que protejan y alienten a los asesinos que nos atacaron.