MIERCOLES Ť 26 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001
Alejandro Nadal
La heroína y el dictador
En pocos días, quizá horas, comenzarán los ataques contra blancos precisos en Afganistán. Para mucha gente la nueva guerra tiene orígenes claros: el detonador es el trágico atentado en Nueva York; el responsable directo es Osama Bin Laden, su base está en Afganistán, país que gobierna un régimen talibán de fanáticos religiosos.
Pero la realidad es mucho más complicada. Para comenzar, Bin Laden no es un forajido oculto en una cueva. En los hechos es el jefe de las fuerzas armadas del gobierno talibán, el hombre fuerte en Afganistán. Su suerte será la misma que la talibán. Lo que está en juego en la región es algo más que la cabeza de un terrorista fugitivo.
Estados Unidos no quiere reconocerlo. Quizá porque la historia pasa por la red de producción de heroína más grande del mundo y el apoyo a un dictador militar en Pakistán que engendró la milicia talibán.
El pasado 17 de mayo, el secretario de Estado, Colin Powell, anunció un donativo de 43 millones de dólares al gobierno talibán (Los Angeles Times, 18/5/01). Se trataba de una recompensa por prohibir la producción de amapola. La guerra santa contra el narcotráfico era más importante que la lucha contra el terrorismo, a pesar de que la relación simbiótica Bin Laden-talibán era bien conocida en Estados Unidos.
La producción de heroína en la frontera afgano-pakistaní ha sido buen negocio desde hace 20 años. Durante la guerra contra el ejército soviético, la producción creció de manera exponencial. La pareja Reagan proclamaba su campaña contra las drogas, pero en Afganistán se promovía la producción de heroína porque generaba recursos para la guerra contra la invasión soviética.
Naciones Unidas estima que la superficie cultivada con amapola en Afganistán supera 90 mil hectáreas. En 1999 la producción rebasó 4 mil 600 toneladas, convirtiendo a ese país en primer productor mundial y proveedor del 60 por ciento de la heroína vendida en Estados Unidos. Un kilogramo puro tiene un valor de 20 millones de dólares, lo que permite ir de compras en el bien surtido bazar de armas de Asia Central.
En 1989 la derrota soviética fue saludada por Reagan como la victoria de los luchadores de la libertad, pero el triunfo correspondió más al ejército de Pakistán y sus servicios de inteligencia (ISI). El más beneficiado del conflicto en Afganistán fue el dictador militar de Pakistán, Zia Ul-Haq. El apoyo estadunidense al dictador transformó el movimiento islámico en grupos radicales nutridos de fundamentalismo intransigente. Durante sus once años en el poder se fundaron cerca de 2 mil escuelas islámicas, fuertemente militarizadas.
Después del retiro soviético se desencadenó la guerra entre las diversas facciones de guerrilleros que nutrían sus finanzas con la producción de amapola. Hacia 1993 las milicias talibanes fueron introducidas en Afganistán a través de Pakistán y tres años más tarde tomaron Kabul, proeza inconcebible sin el apoyo pakistaní y del ISI. Las finanzas del talibán siguieron dependiendo de la producción de amapola.
La malla de relaciones entre el régimen talibán, el ejército de Pakistán y el ISI es muy estrecha. Por esta razón Estados Unidos recurrió a la mediación pakistaní. Pero los nexos son tan fuertes que dicho apoyo puede socavar las bases del poder de Musharraf en el ejército y conducir a otro golpe militar. El escenario es inquietante.
Pakistán tiene suficiente plutonio y uranio altamente enriquecido para producir alrededor de 50-60 cargas nucleares. Se estima que cuenta con una docena de bombas nucleares. También produce sus propios misiles balísticos, incluyendo el Shaheen 2, con un alcance de mil 500 millas. Las cargas nucleares son demasiado grandes y pesadas para ser transportadas por misiles, pero sí pueden ser lanzadas por sus cazabombarderos. Lo más inquietante es que los sistemas de control y comando sobre estas armas no son confiables.
Estados Unidos ha compensado al presidente de Pakistán por su apoyo levantando las sanciones impuestas por las pruebas nucleares realizadas en 1998, y restructurando su deuda de 600 millones de dólares. Esta medida libera recursos para el programa nuclear y el gasto militar de Pakistán. Con ello Washington corre ahora el riesgo de alimentar los programas nucleares de ambas potencias del subcontinente asiático.
Las contradicciones de la política exterior estadunidense son proverbiales. Pero en pocos lugares como en Afganistán las consecuencias serán tan peligrosas. Sus ramificaciones pueden llevar a otro golpe en Pakistán, así como al establecimiento de un Estado islámico radical. Observando los acontecimientos con ansiedad se encuentran India, China, Irán, Uzbekistán y Tajikistán.