JUEVES Ť 27 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001
Olga Harmony
Las relaciones peligrosas
Ubicada entre los extremos de la novela libertina y la novela moral de la decadencia del absolutismo francés y reivindicada por su autor como perteneciente al segundo, Las amistades peligrosas fue escrita muy posiblemente por Choderlos de Laclos como producto de una sociedad cuya superficialidad y hedonismo clamaban por un cambio, dada la participación del escritor en los acontecimientos de la Revolución francesa. Que sienta una especie de amistosa piedad por sus dos monstruos seductores se debe sin duda a su talento de novelista y a meditaciones acerca de la situación de la mujer, dadas por la marquesa de Merteuil en una de sus cartas y ya anticipadas por otro escrito del autor, Tratado de la educación de las mujeres. La adaptación al teatro de Christopher Hampton ya fue vista hace años en México, dirigida por José Luis Ibáñez, y es conocida sobre todo por su versión cinematográfica.
Ahora la vemos en una adaptación que hicieran del drama de Hampton Jaime Chabaud y el director Walter Doehner, de quien conocíamos su dirección de Babel. La adaptación dista mucho de ser buena, ya que reduce personajes y acontecimientos a meros reflejos del original novelístico, cuyo género epistolar es olvidado por los nuevos adaptadores de la anterior adaptación, por lo que la venganza final de Valmont sobre su antigua cómplice, hoy enemiga, no se puede comprender a pesar de que se sostenga el pedido del vizconde moribundo a su rival Danceny y que el vestido final de Merteuil tenga la tela estampada de escritura. La simultaneidad de escenas del desenlace no logra dejar claro el punto. Da la impresión de que los adaptadores pensaron que el espectador, o bien conoce la novela de Choderlos de Laclos, o bien la película y por ende no requería de mayores referencias, lo que hace su texto sumamente pobre.
La dirección de Doehner tiene aciertos y debilidades. El mayor de sus aciertos consiste en haberse rodeado de ''creativos", como se llama ahora a los diseñadores (como si todos los que intervienen en una escenificación no lo fueran, pero ese es otro problema). La escenografía estilizada de Gabriel Pascal, en blancos y acrílicos traslúcidos que da los diferentes espacios a base de cambios de iluminación, colores y plantillas incluidas. La estilización escenográfica -que sólo concede molduras al lecho de Cécile- contrasta con la riqueza y propiedad de la utilería y sobre todo hace resaltar el espléndido vestuario de Carlos Roces. Un apoyo importante es, también, la música de Mario Santos, que recrea la época.
En cambio, poco se entienden los oscuros de la primera parte si la propuesta confesada del director es otorgar a su escenificación la fluidez cinematográfica a que su experiencia profesional anterior lo inclina. Son oscuros muy largos, muy innecesarios en la concepción del teatro actual: hubiera sido mejor usar, como lo hace en la segunda parte, a los mayordomos como tramoyas para los cambios escenográficos. Los lechos tanto de Valmont como de Cécile, salidos de las puertas laterales convertidas en pared, se recogen a la vista del público, pero salen en un oscuro. Quizá la razón consista en los cambios de vestuario, pero la solución no es la óptima.
Doehner logra un reparto importante, pero con graves fallos de interpretación, quizá por la parquedad de la adaptación. Si exceptuamos a Arcelia Ramírez, excelente como la desdichada madame de Tourvel, los demás actores no convencen. Ni siquiera Diana Bracho, con esos momentos de ''vean qué mala soy" como la manipuladora marquesa de Merteuil, o Rafael Sánchez Navarro, que recita de carrera y mal los parlamentos de Valmont -inconvincente incluso en su escena de bravura, cuando sufre al romper con Tourvel, y quien resulta casi inaudible en todo su desempeño-, a pesar de su experiencia logran encarnar con todos sus matices a los dos famosos libertinos.