MAR DE HISTORIAS
El último paseo
CRISTINA PACHECO
Enterramos a Mercedalia un sábado. Tal como lo vaticinó el señor Torres, de la funeraria al panteón hicimos cuatro horas con diecinueve minutos. En viernes, el recorrido nos hubiera tomado mucho más.
Si hay vida después de la muerte, Mercedalia aún valora mis esfuerzos para conseguir una funeraria que me permitiera trazar la ruta al cementerio. Los dos primeros agentes a los que llamé pensaron que mi propuesta era una ocurrencia para retrasar la separación definitiva. El tercero fue muy elocuente: me habló de los ciclos de la naturaleza, me recordó que no hay primavera sin invierno.
Necesitaba apresurarme antes de que aparecieran en la casa los pocos familiares de Merce. Por el hecho de apellidarse Rábago, de seguro querrían elegir la funeraria. Al azar seleccioné un cuarto número en la sección amarilla. Obtuve respuesta a la primera llamada, prueba de que Servicios Torres tenía pocas solicitudes, lo que iba a facilitar mi tarea de convencimiento.
Me equivoqué a medias. Cuando le dije al gerente -después supe su nombre: Elfego Torres- que deseaba un servicio especial me preguntó en qué sentido. "En cuanto al itinerario". El señor Torres creyó que se trataba de una broma: "Eso, a las cinco treinta y dos de la mañana, francamente..." Me di por ofendida: "ƑCómo se le ocurre?" Elfego ilustró su desconfianza citándome las muchas ocasiones en que había sido víctima de bromistas ociosos.
Lamento no haberle puesto atención porque debieron ser anécdotas muy divertidas, pero me solidaricé con su recelo y le pedí ser indulgente: "Por motivos que no puedo explicarle, Merce llevaba once años sin salir a la calle. Quiero que su último paseo le resulté lo más grato posible."
Adivinar la sonrisa de Elfego me disgustó: enseguida comprendí que para un hombre tan familiarizado con la muerte, mis consideraciones eran sólo un capricho. Me puse a tono: "Comprendo que el tiempo es dinero. Si hacemos el trato desde luego le pagaré un sobreprecio. Ojalá sea razonable."
Elfego me mantuvo en suspenso hasta que tomó una determinación: "De acuerdo. Venga a la agencia para que empecemos con los trámites. ƑTiene mi dirección?" A riesgo de perder mis logros le dije que me era imposible complacerlo: "Entienda. Mi difunta y yo estamos solas. Pronto vendrán sus familiares y si cuando toquen a la puerta no hay quien les abra, pensarán que mi llamada telefónica fue una falsa alarma y se irán. Además, ni por todo el oro del mundo me separaría en estos momentos de Merce."
Mi lógica no venció la desconfianza de Elfego, sólo dulcificó su tono. En un susurro me preguntó en qué momento había ocurrido el hecho fatal. "A las cinco de la mañana en punto. Lo anoté porque el doctor Ramírez estaba por llegar y me indicó que le diera su medicina a Merce. Ella me dijo que no la necesitaba y me preguntó qué día era. Al escuchar la respuesta me sonrió y quedó muerta. El doctor Ramírez llegó unos minutos después, ya sólo para extender el acta de defunción.
Elfego se tranquilizó: "Estamos a tiempo y el clima nos favorece. Allá le mando a mi hijo Andrés. Su domicilio, si es tan amable." Se lo di. "Bien. Tenga a mano el acta. Le envío nuestro catálogo con Andrés. Llegará en cuarenta o cincuenta minutos." El inesperado despliegue de precisión y eficacia me sorprendió. Por un momento temí que el señor Torres me dijera que iba a imponerle a su hijo un límite de tiempo y si lo rebasaba me daría gratis el servicio -o por lo menos un buen descuento-, como si se tratara de un repartidor de pizzas y no de un fúnebre aprendiz.
Agradecí sus atenciones. Elfego volvió a demostrarme su profesionalismo: "Le advierto que el recorrido que usted quiere nos tomará unas cuatro horas." Al día siguiente, cuando nos despedimos a las puertas del panteón, Elfego me hizo notar que había errado sus cálculos en sólo diecisiete minutos. No era nada tomando en cuenta que su negocio lo involucraba con la eternidad.
II
Ni a la casa ni a la funeraria llegaron los familiares de Merce. Me alegró, así no tuve que justificarme ante nadie por el caprichoso recorrido desde la funeraria hasta el panteón. Cosa muy distinta fue explicárselo a Elfego.
Por la tarde lo vi conducir a un grupo de dolientes que ocupó la capilla junto a la mía. De regreso a su oficina -un triste garage reconvertido- se detuvo a preguntarme si todo estaba bien. Fue un pretexto para ver que alguien hubiera llegado a acompañarme. Luego, por instrucciones suyas, reapareció Andrés y se ofreció a permanecer de guardia mientras yo salía a cenar. Mi rechazo lo alegró.
Elfego reapareció por la noche: "Son las nueve y veinticinco. ƑDe verdad no quiere salir a comer algo? Piense que llegamos aquí desde las ocho y cuarto de la mañana." Ese nuevo indicio de la obsesión de Torres por el tiempo aumentó mi curiosidad hacia él. Cuando volvió con una taza de café no me atreví a rechazarla: "Espero que le guste. Soy bueno preparándolo. Me enseñó mi mujer. Era de Puebla. La pobrecita..." La forma en que Elfego elevó la mirada me indicó su viudez.
Después de un breve silencio Elfego murmuró: "ƑY la familia?" "Les avisé, pero no creo que vayan a venir." El señor Torres intentó consolarme: "Lo bueno es que a estas alturas, después de dieciséis horas con veinticinco minutos, la difunta no se dará cuenta del desaire." No hice ningún comentario. Elfego tomó mi indiferencia como prueba de dolor. Acercó una silla y antes de ocuparle me preguntó si podía acompañarme.
Cuando lo vi sentado se me ocurrió que tal vez fuera uno de los hombres con los que Merce tuvo amores. Por si las dudas, le pregunté de dónde era. "De Puebla, como mi difunta. Llegamos aquí en el año 72." "ƑY siempre se ha dedicado a las pompas fúnebres?" Elfego elevó el pecho: "Sí. Mi padre me enseñó a trabajar en esto. Parece fácil pero es muy esclavizante. No hay horario porque no sabe uno a qué horas lo van a necesitar: la muerte llega en cualquier momento."
"ƑLo desperté?" Mi pregunta desconcertó a Elfego. Aclaré: "Hoy en la mañana le hablé tempranísimo." "A las cinco treinta y dos, pero nos pusimos de acuerdo faltando once para las seis." Se rascó el cuello y sonrió al vacío. Le recordé su desconfianza. Entonces me miró de frente: "Discúlpeme. Lo que pasa es que nunca antes me habían hecho una solicitud tan rara. ƑSigue pensando en que vayamos por la ruta que usted trazó?" "Sí." El no dejó de observarme.
Comprendí que le debía una explicación a Elfego: "Conocí a Merce porque yo trabajaba en la farmacia, a dos cuadras de su casa. La veía pasar y me encantaba: siempre arregladita, con sus zapatos de tacón alto y su falda recta muy coqueta. De pronto su aspecto cambió. Como que se vestía porque sí. Luego dejé de verla y pensé que se había mudado. Por eso me sorprendió tanto que un día me llamara: Necesito que venga. Ya no puedo salir.
"Ella misma me abrió la puerta. Creí que estaba enferma, le dije. Se llevó las manos a la cabeza: Peor. Estos no me dejan, me agarran en todas partes. Temo que mi corazón ya no resista. Le di varios consejos para contrarrestar la migraña y le recomendé unas inyecciones. No las necesito: no hay medicina contra los recuerdos. Me los encuentro al cruzar una calle, en cualquier jardín, hasta en el quicio de mi puerta, y eso que procuro evitarlos. El único remedio es que no vuelva a salir. A esta casa no entraron mis amores, aquí no me despedí de nadie. Estoy a salvo.
"Mi instinto me advirtió que Merce decía la verdad. Empecé por hacerle sus compras, luego me dio un poder para que manejara sus cosas del banco, por último me pidió que me fuera a vivir con ella. Seguí trabajando en la farmacia. De regreso platicábamos mucho. Cuando se enfermó me dijo que soñaba con recorrer sus calles predilectas sin el temor de que los recuerdos la asaltaran. Creo que ha llegado el momento de darle gusto. ƑComprende?