MARTES Ť 2 Ť OCTUBRE Ť 2001
Manuel Vázquez Montalbán
Kamikazes y tecnología de punta
Japonesa, la palabra kamikaze se ha incorporado al vocabulario global desde que en la Segunda Guerra Mundial pilotos suicidas llamados kamikazes se estrellaban contra objetivos militares estadunidenses, preferentemente sobre portaviones y destructores. Los pilotos habían sido adiestrados para este tipo de agresiones y se les había programado para el suicidio ofreciendo su vida por el emperador, un señor pequeñito y con bigotillo de funcionario del sindicato vertical fascista o franquista, dedicado sobre todo a cultivar plantas en su invernadero y a recoger los comunicados sobre cómo estaba el debe y el haber de pilotos que se sacrificaban por él.
Hemos asistido a una superproducción interpretada por kamikazes lanzados sobre edificios simbólicos del poder estadunidense y pasada la complicidad de que asistíamos a una muestra más de la cultura audiovisual colosalista, pasado también el pasmo con el que comprobamos que no, que no era cine, ni televisión, que era un bombardeo real, llegamos al horror y a la más absoluta congoja cuando vimos cómo algunas de las víctimas saltaban desde las ventanas del piso cien o del que fuera o agitaban inútilmente un pañuelo blanco, en señal de paz o de socorro, en señal de muerte adivinada. Y este espectáculo impresionante del derrumbe de las torres más emblemáticas de una civilización y de la mella causada en el edificio donde se decide el orden estratégico del universo, había sido causado por unos aviones comerciales cargados con algo más de 200 personas, los viajeros y los kamikazes. Al parecer algunos de estos kamikazes habían aprendido a conducir grandes aviones en el propio Estados Unidos y a pesar de su alta capacidad técnica, cometieron chapuzas importantes como dejar un ejemplar del Corán y un manual de instrucciones de vuelo en árabe, en un coche abandonado. Hubiera sido mucho más inteligente dejar la Biblia en compañía de un manual de instrucciones de vuelo en cualquier otra lengua que no fuera el árabe, si es que los kamikazes hubieran tenido sentido real de la subversión.
El Holocausto de las torres de Nueva York o la dureza simbólica de ver el Pentágono bombardeado, no me priva de sentirme especialmente agredido por imaginar lo ocurrido en el interior de los aviones, allí donde el kamikaze veía a sus víctimas en directo, las podía amenazar, incluso matar de una en una. El kamikaze vigilaba a los que iba a matar, imbuido de esa maligna fiebre ética con la que los dispuestos a morir por una causa se sienten avalados para matar por la misma causa. Los secuestradores no vieron el rostro abstracto de las miles de víctimas que causaron los impactos de los aviones, pero estaban viendo a los viajeros, podían reconocer en ellos una parte de un concepto, convencional desde luego, como el de humanidad, un concepto que ha permitido construir todas las filosofías sobre la merecida hegemonía de la bestia más inteligente. El ser humano.
Habían pasado por un intenso entrenamiento técnico e ideológico que les conducía a una lógica interna difícil de transferir, pero que les dotaba de racionalidad. A pesar de que estaban viendo a los que iban a matar por el atenuante ético de morir con ellos, no vacilaron porque obedecían el mandato más determinante, el que sale de una conciencia iluminada por la profecía y el que supone como premio la vida eterna y todas las maravillas que prometen todas las religiones en todos los paraísos. Los anarquistas a fines del siglo XIX se prometían y nos prometían un mundo sin patronos, sin dioses y sin reyes, y de todas sus profecías la que más se ha cumplido es la decadencia de la monarquía como régimen político o su conversión en un mero departamento de relaciones públicas del Estado. Los patronos siguen ahí, aunque cada vez más globales y por lo tanto gaseosos y en consecuencia fantasmagóricos y sobre los dioses también es constatable el fracaso de la profecía anarquista, porque nunca hubo tantos dioses como ahora y así como algunos se han vuelto más tolerantes como consecuencia de la evidencia de sus achaques y fracasos, otros emergen desde el victimario de los perdedores de la tierra y consiguen kamikazes capaces de derribar las torres más altas y de destruir el corazón y el cerebro militar del enemigo, a partir de una imprevisible alianza entre fanatismo y tecnología.