miercoles Ť 3 Ť octubre Ť 2001
Carlos Martínez García
Iglesias de paz
Entre las fuerzas que están llamando a parar la máquina de guerra que el gobierno de Estados Unidos quiere desatar contra Afganistán se encuentran, de manera destacada, las conocidas históricamente como Iglesias de paz. En casos similares al que ahora nos concierne, los grupos cristianos que tienen profundas convicciones en la no violencia han contribuido para fortalecer la convicción social de la irracionalidad que conlleva el círculo de la guerra. Antes han corrido el riesgo de ser estigmatizados por el patrioterismo que se autoadjudica un especial designio divino. Hoy enfrentan el mismo peligro, pero no se amedrentan y su férrea lucha aboga por la justicia en lugar de saciar la venganza.
Desde la primera ola inmigratoria que forjó lo que vino a ser Estados Unidos de América hubo pluralidad en los grupos de colonos provenientes de Europa, aunque la religiosidad predominante era el protestantismo. Las características particulares de cada corriente poco a poco fueron permeando su específica organización política, económica y cultural. Los colonizadores provenientes de Inglaterra tuvieron como elemento común su rechazo en la Gran Bretaña a una religión de Estado, la anglicana. De una u otra forma las Iglesias no conformistas, también conocidas como libres por no tener lazos orgánicos con el gobierno, enarbolaron la convicción teológica (que devino en actitud política) de que el papel del Estado era crear las condiciones propicias para que ciudadanos de distintas denominaciones religiosas (preponderantemente cristianas, porque no se vislumbraban en el horizonte inmigrantes de otras religiones) pudieran convivir pacífica y civilizadamente.
Teniendo tras de sí un caudal de guerras de religión en los siglos XVI y XVII en Europa, no querían repetir en el nuevo continente las trágicas experiencias de las Iglesias territoriales que obstaculizaban la pluralidad confesional. En esa primera ola, y las subsecuentes en el XIX y principios del XX, lo mismo arribaron integrantes de Iglesias que creen en la guerra justa (presbiterianos, luteranos y católicos), que herederos de las Iglesias que en el siglo XVI se opusieron decididamente al belicismo reformado o católico. Eran los anabautistas que se deslindaron del experimento de instaurar un régimen puro en Münster. Este consistió en una simbiosis entre lo que los militaristas entendían por mandatos bíblicos y su instauración forzosa mediante el ejercicio del poder político, que desembocó en una tiranía mesiánica. Los münsteritas tenían el mismo anhelo que el régimen talibán de hoy: extirpar de su territorio la pluralidad bajo la vigilancia de un grupo de iluminados que no rindiera cuentas a nadie. El cristianismo de tipo anabautista influyó en infinidad de Iglesias no conformistas por toda Europa. A su llegada a Norteamérica (Canadá y Estados Unidos) y posterior expansión fueron a contracorriente de la tendencia general que siguieron otros grupos o personajes religiosos de raíz protestante, que dominaron el nuevo territorio de manera imperial.
En América Latina es prácticamente desconocida la oposición de las Iglesias de paz a las operaciones militares de los gobiernos estadunidenses. Se opusieron tanto a la guerra contra México en 1847, como a la de Vietnam y contra la Nicaragua sandinista. En esta última los organismos de inteligencia estadunidenses concluyeron que las mayores presiones y movilizaciones para que la administración de Reagan dejara de apoyar a los contras, tenían su origen en Iglesias y organizaciones cristianas de paz que no doblaron su rodilla ante la pretensión reaganista de considerar al nuevo gobierno nicaragüense como una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos.
En la presente coyuntura las Iglesias de paz están dando una desigual batalla frente a la sed de venganza que tiene, según las encuestas, la gran mayoría del pueblo estadunidense. Están llamando a reprobar decididamente los atentados terroristas del 11 de septiembre, pero también tratan de influir en el debate y toma de decisiones públicas para contener la anunciada avalancha bélica sobre Afganistán. Reivindican la posibilidad de resolver incluso los conflictos más intrincados por la vía pacífica de las negociaciones. De varios frentes les llueven críticas y denuestos por su ingenuidad -en el mejor de los casos- o los francos ataques verbales de pretendidos patriotas que les acusan de complicidad con el talibán.
En la marcha pacifista del fin de semana pasado en Washington hubo un nutrido contingente de integrantes de Iglesias de paz; se manifestaron junto con otros ciudadanos y grupos que no comparten su fe religiosa, pero sí la utopía de que el destino de la humanidad no tiene por qué ser la barbarie.
La sociedad estadunidense es rica y compleja, los sectores que en su interior abogan por la tolerancia y la necesidad de replantearse una globalización respetuosa de la pluralidad y los derechos humanos son aliados de quienes desde afuera coincidimos con esa óptica. Ante los ánimos totalitarios de uno y otro signo -George Bush y el gobierno talibán están inoculados del mismo virus- se hace necesario seguir enarbolando la utopía que imaginativamente se resiste a sucumbir ante los discursos saturados de realismo bélico.