miercoles Ť 3 Ť octubre Ť 2001
Luis Linares Zapata
Heridas y modernidad
Alemania y Francia, quizá como ningún otro par de naciones, se infligieron profundas heridas en sus cuerpos colectivos (sin olvidarse de las sufridas por la entonces Unión Soviética y Alemania, del dúo Vietnam y China, o las ocasionadas por la cruenta Guerra del Chaco en América del sur). Ahí quedan los innumerables campos de batalla entre esos dos países que hablan de millones de vidas sacrificadas a manos y los fusiles del otro. O retraer la imagen de las columnas nazis desfilando bajo el Arco del Triunfo en el París ocupado con todos sus sentimientos de humillación para compararla, intranquila y recelosa, junto a los miles de civiles franceses enviados, con la abierta colaboración del gobierno de Vichy y de buena parte del acendrado racismo de la comunidad francesa, a los campos de exterminio judío. Y la letanía puede alargarse hasta el infinito y volver sobre los pasos de la historia para hablar sobre las guerras francoprusianas o la ocupación de Berlín durante medio siglo. Sin embargo, todo ello no les evitó diseñar, en conjunto, y a pesar de sus diferencias, rencores y el dolor real, uno de los más acabados acuerdos de la civilización: el mercado de los doce, la comunidad de naciones de ese continente que ha dado cabida a lo que hoy se llama la Casa Común de los europeos. Hicieron de lado los múltiples obstáculos dejándolos donde deben permanecer, en el pasado y la historia, para enfrentar, juntos, la construcción de su presente.
La visión y la responsabilidad de los líderes de esas naciones, De Gaulle y Adenauer, pusieron en la balanza de los deberes lo que el futuro les deparaba a vecinos que quisieran entrar en sociedad para dar cabida a un proceso de integración que, hasta estos días, medio siglo después, sea quizá el mayor aliciente para impedir otro conflicto, ya sea entre ellos mismos o con sus vecinos, a los que han, prácticamente, acarreado en las ancas de su productivo compromiso. Lo cierto es que hoy la comunidad se levanta como un valladar contra la recurrencia, malsana, genocida, de sus, ahora así catalogadas, guerras civiles europeas. En el camino quedaron, entre otras concepciones obsoletas, la clásica como restringida visión de la soberanía intocable. La compartieron responsablemente hasta permitirle a Mitterrand afirmar que más de 60 por ciento de las decisiones vitales de Francia se tomaban fuera de sus fronteras.
Los sucesos terribles del 11 de septiembre han ido situando, no sin dificultades de comprensión por parte de numerosos actores y críticos sociales, los significados y las consecuencias que ellos han acarreado, no sólo para Estados Unidos, sino para el mundo y, en específico, para México. El enfoque de los actos terroristas como desesperada contrarreacción, provocada por una política de corte imperial y abusiva desarrollada en el Medio Oriente y para los países árabes ya se ha expuesto y analizado. Lo mismo ocurre con los irreflexivos "šse lo merecían!", que muchos exclamaron llenos de rencores e indignación por los males que la gran superpotencia ha ocasionado con el arrogante despliegue de su poder económico y militar (México incluido desde 1846).
No es posible plegarse -sostienen otros- ante un presidente de cortas e interesadas miras petroleras y sus pretensiones hegemónicas que presentan la guerra desatada por los ataques como una lucha entre el bien y el mal. Eso -alegan- es simple y errado maniqueísmo ante el cual hay que imponer la razón compleja y alejarse del cheque en blanco. No tienen bases legales ni legitimidad para atacar a otras naciones nada más porque así lo deciden en Washington. Se requieren pruebas fehacientes de la culpabilidad de Bin Laden y de la satrapía talibán -protestan los que las solicitan como condición para adherirse a sus planes. Acciones militares indiscriminadas contra un enemigo oculto, sin rostro, no harán otra cosa que alentar adicionales actos suicidas de alcance masivo en los que cualquiera puede verse involucrado, sobre todo aquellos que hayan contribuido a la lucha frontal o extendido apoyos bélicos concretos, previenen algunos. Y todas esas posturas tienen bases de apreciable consideración y, a juzgar por lo leído, exploradas a profundidad, pero caen en la periferia de la discusión desde la perspectiva de los intereses particulares del país. Este es, bien puede afirmarse, un conflicto propio por los innumerables intereses de toda índole afectados, por los mexicanos asesinados, por el miedo ya incubado en cada hogar, por la conciencia de un México que se extiende, como ninguna otra nación actual, entre dos fronteras que ya casi no lo son. Por los varios acuerdos firmados (resolución del TIAR, la ONU y su fuerza resolutiva), en fin, por los millones de connacionales que, aun estando dentro del país, se irán a buscar mejores oportunidades de vida en Estados Unidos y que atarán sus destinos y seguridad a lo que hoy se decida y apoye. Y desde esta postura, diseñar y dar sustento a las acciones por venir.