jueves Ť 4 Ť octubre Ť 2001

Adolfo Sánchez Rebolledo

Pena ajena

Es penoso que el debate sobre nuestra relación con Estados Unidos, siempre erizada de problemas, adquiera intensidad llevado por un preocupante sentimiento de culpa de ciertos sectores conspicuos, convertido en presión mediática local y externa, hasta obligar al Presidente a rendir un plus de aquiescencia al gobierno de Washington.

Qué rápido cambiaron las cosas: si hasta ayer nos creíamos los amigos favoritos de la potencia mundial por excelencia, ahora de pronto tememos su enojo y procuramos complacerla en ánimo utilitario y fariseo, con gestos tardíos o simplemente obsecuentes, como las declaraciones patéticas del presidente Fox al comentarista Larry King.

Pasamos así del pasmo por las declaraciones del canciller que levantaron la tormenta interior, al clamor de las buenas conciencias desgarrándose las vestiduras a las puertas de la embajada. Dan pena... ajena.

Mucho se critica a Fox por no haberse apersonado en el lugar de los hechos para expresar las condolencias mexicanas al gobierno estadunidense, como si de verdad el Presidente de México no hubiera dicho nada, pero pocos se han puesto a pensar si Bush realmente quería y podía recibir a su vecino en ese momento y, sobre todo, si necesitaba de esa visita para poner en marcha su coalición antiterrorista y obtener garantías sobre el futuro apoyo mexicano.

Ahora la comitiva presidencial vuela hacia la Casa Blanca y el sur de Manhattan a cumplir con la cortesía, pero, como era previsible, no fue fácil compaginar las agendas de los mandatarios. ƑAlguien cree que los jefes de Estado de Inglaterra, Francia o Japón y algunos mandatarios árabes, entre otros aliados, fueron a la Casa Blanca sólo a firmar el libro de condolencias en un gesto de solidaridad humanitaria? ƑY los demás gobernantes fieles a Estados Unidos, por qué no siguieron ese ejemplo?

México, en medio de tanta confusión deliberada, ha dejado ir una magnifica oportunidad de ser él mismo ante la crisis que barre al mundo desde el 11 de septiembre. Una vez más, el provincianismo de nuestras cúpulas empresariales, junto a la tontería de los nuevos ricos de la política democrática, acabó reduciendo al mínimo el papel de México en esta crisis, como si Estados Unidos no tuviera claro qué quiere y puede esperar de su socio y vecino y requiriera de pretextos para apretar cuando desea conseguir sus objetivos.

Sin duda, México debe condenar con energía y claridad meridiana el terrorismo islámico y todas las formas de terrorismo, comprometiéndose seriamente en todas aquellas acciones internacionales que tengan como objetivo hacer justicia y preservar la paz, pero de esa premisa no se concluye ninguna obligación moral o política que obligue a una nación independiente -así sean tan estrechos los lazos de su dependencia económica- a seguir incondicionalmente los designios de un país o un grupo de países, por poderosos que sean.

Si la postura de nuestro país no puede ser el aislamiento, pues es imposible escapar en este caso de la inestabilidad global, tampoco hay razones para derivar aquí y ahora una estrategia que en muchos aspectos modifica o anula en los hechos principios de la política exterior sin que la nación, a través de las instituciones representativas, se hubiera pronunciado.

No se equivoca el canciller Castañeda cuando plantea la urgencia de debatir el vínculo con Estados Unidos desde la perspectiva del mundo actual, definiendo si México quiere una sociedad estratégica con ese país, o mejor una relación más simétrica, pero menos comprometida con la potencia. Sin embargo, que sea el anterior un punto crucial de la agenda nacional, significa una responsabilidad mayor en la dirección de reflexionar sobre el sentido de la mundialización, valorando los nuevos fenómenos y desechando posturas anacrónicas. Pero sólo puede tener éxito si se entiende la necesidad de redefinir y sostener el interés nacional.

Es falso que una crisis como la actual ponga en tela de juicio la validez y la viabilidad de los Estados nacionales. Más bien, me parece, nos hallamos a la entrada de un cambio en el modo en que se ha venido produciendo la globalización, con su cauda de desigualdad, doble moral y conflicto. Grave que ahora, en nombre de la democracia y la civilización, se diera rienda suelta a la formación de un superpoder militar sin contrapesos ni cortapisas legales, pero eso no ocurrirá si los Estados en vez de plegarse comienzan a exigir un nuevo acuerdo global más justo.

México tiene que expresar en los foros internacionales la convicción de que no es factible hallar justicia fuera del derecho y del respeto a los derechos humanos. Y debe hacerlo con su propia voz, la que viene de su gente y de su historia.