JUEVES Ť 4 Ť OCTUBRE Ť 2001
Olga Harmony
Animales insólitos
Con este nuevo texto Humberto Leyva cierra la trilogía que empezó con Naturaleza muerta y Marlon Brando, siguió casi enseguida con Stabat mater, y tras cuatro años de estrenada la segunda. Si la primera obra tenía como referencia el agua y la segunda el aire, Animales insólitos bien podrían ser los que se mueven en ambos elementos, con lo que el título cobra un doble sentido. El autor tiene buen cuidado de indicar en el programa de mano que la acción de este nuevo texto transcurre del 15 de agosto al 16 de septiembre de 1995, lo que la ubica un poco antes de la segunda obra de la trilogía en una arriesgada apuesta de los juegos temporales de que gusta el autor, lo que la hace de inmediato interesante. Leyva no intenta darla como antecedente de ninguno de los hechos de Stabat mater sino como un reflejo, esta vez paterno, del prejuicio y el rechazo a la homosexualidad del hijo. Casi simultáneas en su acción, esta obra y Stabat mater enfrentan la negativa a aceptar la opción sexual diferente de los hijos con el añadido, en este último drama, del temor prejuicioso hacia los seropositivos.
Es aquí en donde se rompe el encanto. A pesar del placer que producen en muchos de nosotros las aventuradas exploraciones dramatúrgicas y el respeto hacia el refinado rescate del melodrama que hace Leyva, la obra conmueve menos que las anteriores, no sólo por ser la menos lograda de la trilogía. El conflicto entre el padre y el hijo no por real es menos sobado, sin la delicadeza que se da, por ejemplo, entre Paula y Daniel en Stabat mater y que es apenas enunciado pese a las consecuencias en la cordura de la madre.
Animales insólitos, a pesar de la intrusión de los sueños, resulta mucho menos poética que las anteriores y aunque mantiene lazos con ellas, por lo menos dos personajes como Carmen y Mildred, las referencias a Daniel que se fue y de Belinda de que vio a la catalana (sin duda Eugenia), y mantiene también la estructura de cuadros rápidos -cada uno con su nombre- busca ahora un tono mucho más directo y realista. Una vez pasada la primera grata impresión del reflejo entre las dos últimas obras de la trilogía, cabe preguntarse si ésta, como las anteriores, se puede mantener sola.
Martín Acosta la dirige con mucha menos magia que la utilizada en Naturaleza muerta..., quizá porque Leyva ya no la acotó de esta manera. En una extraña cocina, cuyo diseño es también del director, en que sólo se hallan una mesa, cuatro sillas y un refrigerador, con el fregadero y la estufa en otra parte y que podría ser un precario antecomedor, Acosta rompe deliberadamente las paredes para hacer que sus actores entren y salgan por los laterales, quizá con el deseo de que se fundan lo real y lo onírico, a pesar de que la iluminación de Matías Gorlero distingue ambos ámbitos. El tono recatado y menor que intenta en sus actores se convierte en muchos momentos en una dicción confusa, quizá muy real en la realidad cotidiana pero ineficaz en esa otra realidad que es el teatro y que requiere de una proyección mayor. Acosta recupera la pecera del primer texto -o así es acotado por el autor- en las fantasías oníricas, muy probablemente para mostrar a un animal, no tan insólito, que vive en el agua.
Son muy extrañas las reacciones de Fabián Corres como Hugo y de José Juan Merz como Bernardo al saberse seropositivos; que uno lograra controlarse de tal manera es posible, pero se duda que ambos: las reacciones de las diferentes personas son muy distintas y la terrible enfermedad, cada vez menos ligada al homosexualismo, daba para manejos actorales que aquí no existen. Volvemos a ver a Vanessa Bauche como una Carmen algo diferente a la anterior, lo mismo que Mildred, esta vez interpretada por Mónica Huarte, y conocemos a Belinda encarnada por Erika Stettner y a Rodrigo interpretado (Ƒcuál será la razón de que los actores mayores sean los que saben proyectar su voz?) por René Gatica.