11 de septiembre
Para intentar explicarme por qué el ataque del 11 de septiembre, específicamente a Nueva York, la ciudad estadunidense menos estadunidense de Estados Unidos, impactó por igual a todo el mundo, amigos y enemigos, religiosos y agnósticos, izquierda y derecha, los de arriba y los de abajo, Oriente y Occidente, jóvenes y viejos, blancos y negros, ricos y pobres, recurro a cómo lo vi yo.
La primera vez que mi padre se cayó, me mortifiqué porque no lo supe a tiempo como para ayudar a levantarlo. Cuando se cayó por segunda ocasión, y sí fui avisada, me contrarié más, pues la indefensión que vi en sus ojos me entorpecía. Pesas mucho, papá; me decía mientras, auxiliada por un barandal contra el que logré enderezarlo, lo levantaba. Sus fracturas, sus cortadas, sus golpes, se multiplicaron esos últimos meses, tras cada nueva caída.
Cuando fue a despedirse de Nueva York, donde ochentaitantos años atrás había nacido, crecido y corrido de sus más grandes aventuras, se cayó a la salida de una estación de metro. Me sobresaltaba al imaginarlo contra la acera.
-No significa nada -llegó a comentar-. No significa sino que me estoy haciendo.
Significa mucho, papá. Tú no te puedes caer, joven o viejo. No te puedes hacer viejo; ni golpear, ni herir, ni fracturar los huesos.
Tiempo después, la víspera de su muerte, que tuvo lugar en tanto se caía, se había caído todavía dos veces. Sin motivo, todas estas caídas no parecían más que ensayos de la que habría de ser la última. Mi padre era alto, voluminoso. Ignoro qué causaba la fragilidad que lo hacía tambalearse, no lograr tenerse en pie, incorporarse de una silla. Por el peso que ejercía sobre él, rompió un bastón. Una noche tuvo que dormir en un sillón porque no conseguimos llevarlo hasta la cama. Otra noche, nos fue más fácil deslizar un colchón debajo de él, tendido en el suelo, que alzarlo y conducirlo a la cama.
En mi primera visita a Nueva York, me pareció natural sentirme aún más disminuida de lo que me sentía, no tanto por la diferencia de proporciones físicas, entre el tamaño de una niña y la altura, de cientos de metros, de los edificios que la rodeaban, como porque, al estar en la ciudad en la que mi padre había nacido, la ciudad era, igual que él, un ente en sí mismo superior a mí.
Grandes; fuertes; todopoderosos; indestructibles; sin medida. Por más que, al crecer, yo hubiera ido llenando estos calificativos con contenidos abstractos, mi apreciación de que mi padre, así como su lugar de origen, eran grandes, fuertes y todo lo demás, permaneció invariable. La prueba de esto es que, cuando al final de su vida yo lo veía caerse, rechazaba el hecho como una imposibilidad. Mi padre, me empecinaba en sostener, no puede caerse.
Que lo supiera grande por sus principios; fuerte, por su integridad; todopoderoso, por esto; indestructible, por lo de más allá; que él, o Nueva York, fueran uno para mí, y representaran, corpóreamente, un ideal, o un cúmulo de ideales, no hacía variar mi convicción de que mi padre no podía, ni su ciudad podía, caerse; mucho menos, acabarse. Nunca. Por una ensoñación en la que mi padre se internó sus últimos días sé, además, que él mismo no estaba lejos de compartir esta ilusión. Sin posesiones que justificaran ningún testamento, y feliz por este estado de cosas, coherente con sus principios, sin embargo se dio a soñar que un largo camión, del Banco Chase Manhattan de Nueva York, llegaba a la puerta de su casa en México cargado de lingotes de oro que él recibía personalmente, y que, puntual, heredaba a su mujer, madre de sus hijos.
No importa tanto en qué pudiera consistir simbólicamente el oro que esos lingotes representaran para mi padre, como la confianza inalterada que él tenía de que se los proporcionaba Nueva York. ¿Qué otro ente, sino un alter ego, un uno mismo ideal, va a cristalizar por ti el conjunto de todos los deseos de tu vida, incumplidos cuando llega tu hora final? A estas impresiones personales atribuyo que, al estar viendo en vivo, por televisión, cómo era atacada la ciudad de Nueva York, yo saltara una y otra vez del asiento, de manera disparada e irracional. Supongo que, con mi impulso, quería propulsar a mi padre, a su ciudad, a levantarse de sus caídas: los ideales son abstractos; por lo tanto, no pueden desmoronarse como un montón de ladrillos; ni calcinarse y convertirse en humo, en cenizas.