LUNES Ť 8 Ť OCTUBRE Ť 2001

Pedro Miguel

2051

Dentro de cinco décadas las rosas florecerán en Nueva York y Kabul. Bush será una mala palabra de la historia y el régimen talibán, un recuerdo horrible, pero lejano. Los muertos de esta hora, los sepultados entre las losas rotas y los escombros humeantes, habrán florecido en hierba verde y en seguridad para los paseantes, los oficinistas y los limpiadores de ventanas. En las escuelas de Asia central, de Oriente Medio y de América del norte, los niños aprenderán que la venganza es la negación de la justicia, que ésta no puede ser impartida por la fuerza del agraviado y que aquélla es un acto de barbarie.

Algunos países de los que hoy conocemos habrán desaparecido para siempre; quién sabe si para entonces existirán Estados Unidos y Afganistán, pero es seguro que Nueva York y Kabul seguirán en pie y que entre los pobladores de ambas ciudades no habrá resentimiento. Habrá, por el contrario, la simpatía que producen las vivencias trágicas compartidas, el recuerdo común de las casas arrodilladas en el polvo, como describió Octavio Paz las edificaciones madrileñas destruidas por las bombas fascistas.

En esta hora es reconfortante contemplar los vínculos de Washington y Tokio, de París y Berlín, de Londres y Madrid. Ninguna obra de destrucción es tan indeleble como para enemistar para siempre dos ciudades, y éstas suelen persistir por más tiempo que los países y los imperios que las contienen, erigen o sojuzgan. Ahora puede ser el tiempo de observar la agilidad de los misiles y el vuelo todopoderoso de los bombarderos invisibles; la hora de mirar el hoyo chamuscado en el sur de Manhattan o las ruinas de los aeropuertos afganos; el momento de contar los cadáveres frescos de la barbarie de signo doble que apuesta, sucesivamente, a los traficantes de heroína de los talibán o de la Alianza del Norte; la circunstancia para descubrir que, al igual que el dinero, el terrorismo no tiene patria, ideología, credo o idioma, y que el proscrito de hoy será el prócer de mañana, y viceversa.

Acaso lo correcto sea hurgar en la herencia de destrucción del pasado reciente y remoto las razones de la violencia y la estupidez que nos contaminan el presente. Pero la animalidad de Bush, Blair, Bin Laden y compañía no durarán cincuenta años.

En 2051 esos apelativos serán un mal recuerdo incapaz de alterar la floración de rosas en Kabul, el paso rápido de los transeúntes de Manhattan, la seguridad de la gente en todos los aeropuertos del mundo, la madurez serena de los que ahora son niños y bebés y que entonces tendrán el mundo en sus manos, que observarán las horribles cicatrices urbanas que les heredamos y que lo pensarán dos veces antes de invocar a Dios, a Alá, a la justicia, a la libertad o a la democracia para destripar a sus semejantes.

 

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