LUNES Ť 8 Ť OCTUBRE Ť 2001

Hermann Bellinghausen

Exilados

l aleteo sobre mi cabeza me hizo alzar la vista al aprieto de nubes, y con un apenas claro tras del oscuro, pude reconocerlo contra el cielo. Todo en él delataba su no ser pájaro. Torpe como una falena, pero menos frágil, mostraba una disposición al vuelo tan vasta como sus extremidades alas. Su empeño de canto era un chirrido tímbrico que busca el eco como un bastón de ciego rastrea el suelo. Peludo por fuera y por dentro, dudo que tuviera la más remota noción de lo que es la pluma. Entrechocaba los dientes, y no porque hiciera frío.

El hábito nocturno y sus pulsiones lóbregas le garantizaban el disfraz y lo velado de su vuelo sediento. Su peso de ratón, jalado por la gravedad terrestre, amenazaba derribarlo. Se aferraba al aire, y en la concatenación de los dos impulsos iba trazando una ondulación casi graciosa, sin la agudeza del pájaro, sin la dirigida flecha, sin el rizado trinar del pájaro. La naturaleza ha intentado en su especie un origami. Las suyas, más que alas verdaderas, eran pliegos negros de papel.

Se perdió en lo oscuro, pero supe que volvería, así que no abandoné mi puesto en la boca de la caverna. No pasaría, de eso me iba a encargar. Estaba dando la vuelta. Su método no es el del cazador ni el del ladrón, sino el del presunto bobo. Él se encarga de que lo crean tímido, acomplejado. Por populosa que sea, una alfombra de luciérnagas como la que se extendía por la ladera, con la constancia de una furia, jamás abolirá la oscuridad, así que, parado sobre luz, no veía yo nada.

El tiempo para pensar era corto; no pensé que tanto. Aún no decidía si agitar el bordón para hacerlo chocar cuando cruzara el aire, o si sencillamente lo lamparearía para ahuyentarlo. O no haría nada. Esto último fue lo que ocurrió, más por lento que porque yo quisiera. La segunda vez pasó tan cerca que distinguí su nariz; digo, si nariz pueden llamarse los desaliñados agujeros a mitad del hocico de este roedor errado; y sus ojillos, a la vez carbón y carbunclo, detenidos y un poco bizcos. Detenidos en el contorno de mi persona, debo agregar.

Buscaba en mí su eco y lo encontró desvanecido, dudoso, casi nulo. Qué apetito el suyo, allí que no había vacas o caballos de íjares fáciles de hincar. Buscaba un mamífero como él, pero más pesado, y topó con mi halo afantasmado, que para colmo hablaba en cristiano. No, no recité conjuros ni plegarias, ningún Jesús tuve en la boca. Al contrario. Un reproche de labriego, un recuento de los daños.

Olvidaba señalar otra diferencia principal con el pájaro: sus inmensas orejas de radar, que escuchan hasta lo que no. Y tuvo que tragarse todo el discurso que yo, sin saberlo, le tenía preparado.

No diré que con la infinita finura del colibrí, pero el murciélago se detuvo en el aire con un aleteo no exento de ansiedad, y se justificó diciendo que Dios lo hizo sanguinario. ƑCuál dios?, repliqué, y él que cuál había de ser, el único y verdadero creador de todos los bichos.

Decepcionado de su pobre, muy pobre justificación, consideré la estrategia del vil garrotazo, que dada su situación estática, sería batearle a una piñata. Consideré el lamparazo para que se largara.

Opté por enseñarle los dientes, que no son la gran cosa, pero sí más voluminosos que los suyos. Con eso tuve para disuadirlo de cualquier intento de aproximación. Reanudó su vuelo y con él sus vueltas desesperadas. Toda la noche estuvo pues dando de vueltas, sin poder entrar en la cueva. Desapareció con las primeras insinuaciones de la aurora, y mi gente, dormida en la caverna, tuvo felices sueños hasta el final.