LUNES Ť 8 Ť OCTUBRE Ť 2001
Vilma Fuentes
De los miedos al terror: el odio
De regreso a París, en apariencia todo está igual: la gente es la misma, la ciudad está idéntica. El aire que se respira es el de los principios de otoño. Como cada año, cuando el periodo de caza se autoriza, en las carnicerías aparecen los conejos de garenne, se anuncian los faisanes, las liebres, perdices, el venado y el jabalí. Los viticultores terminan la cosecha y puede conocerse la calidad de los nuevos vinos. Pero, pero...
En Estados Unidos, al principio, el enemigo carecía de rostro, ser invisible, anónimo como una carta cargada de odio retenido, cuya explosión mortífera desbordó cualquier medida. A tal punto que la reacción más común ante el horror del espectáculo de Nueva York, el 11 de septiembre, fue la incredulidad: ''No es verdad, es cine, televisión, no puedo creerlo...'' Después, la realidad se impuso. Sí, eso había sucedido, era verdad. En seguida, un rostro apareció en todos los medios de comunicación del mundo: el de un hombre flaco y barbudo. El crimen ya no era anónimo, tenía un autor. La angustia es menos profunda cuando escapa al magma general para designar un actor particular. La justicia puede progresar, pero a condición de hallar un culpable. La venganza también.
Esta es la cuestión. ƑJusticia o venganza? ƑJuicio o linchamiento? Y finalmente: Ƒpaz o guerra infinita? Cada quien responde a su manera, según sus esperanzas o sus miedos. Lo que no consigue sino dividir aún más un mundo ya desunido. Hoy, la cacería está abierta, en todas partes: Ƒquién no conoce, al otro extremo del planeta o en su propia calle, alguien cuya existencia le molesta? Diferente de piel, de cultura, de religión o de fortuna, en fin, el otro: esto basta para engendrar la sospecha, luego, a la menor alerta, el deseo de eliminación y, de paso en paso, al final, la guerra.
En Francia, la paranoïa va bien. Una explosión se produce en una fábrica, en Toulouse, 29 muertos, centenas de heridos: los franceses se dividen. El gobierno habla de accidente, la opinión pública de atentado. En épocas de guerra, los rumores corren más rápido que la información. Tal parece que, desde el 11 de septiembre, pasamos a la mentalidad de guerra. La prensa se divide: un periodista llora en Nueva York; otro, en base a los tres minutos de silencio solicitados en honor de las víctimas neoyorkinas, reclama cuarenta horas de silencio por los tres millones de vietnamitas y el millón de irakíes muertos bajo los bombas o a causa del bloqueo.
En los Estados Unidos de América del Norte, después de la guerra fría, la costumbre de la amenaza -a fin de cuentas sembrada por la bomba atómica-, ayudó a sobrevivir el sentimiento de peligro. Inminente. Se produjeron los misiles capaces de acabar con los propios misiles. Los robots contra los robots. Contra la hipertecnología supuesta del enemigo, la hipertecnología americana. Así se trate de robots o extraterrestres. La conciencia estadunidense fue creando su poderío a la medida de sus miedos. Las películas norteamericanas, las más simples o populares, las de la televisión, re-ante-presentaban la guerra contra un adversario digno de afrontar la más grande potencia del mundo. En suma, Estados Unidos se habían armado contra una proyeccion virtual de ellos mismos: los más fuertes.
Hoy, el enemigo resulta un puñado de hombres venidos del tercer inframundo, armados con unos cúters y otros tantos cuchillos de plástico. Pero, arma aún más temible que los misiles, dispuestos a morir. Inútil decir que no tenían nada qué perder, su miseria es conocida, pero hay algo más grave. En una variante inesperada de la apuesta de Pascal, esperan ganar la eternidad del paraíso a cambio de sus actos. Tal enemigo no puede vencerse con las armas, al contrario: prolifera con cada muerto.
Ahora, en todas partes del mundo, y en París también, amenaza una epidemia. Síntoma: el miedo. Diagnóstico: el odio. Contagioso y tan devastador como la peste descrita por Camus. El enemigo tiene miles de caras y cada quien se cruza con él a diario, a cada hora, en la calle, en el metro, a la mesa. Conocido y desconocido, igual y distinto, uno para otro y otro para uno. El blanco para el moreno, el musulmán para el católico. El blanco contra el blanco. El moreno contra el moreno. No en vano se han hecho ya la guerra. Colonialista, anticolonialista. Aún había manera de entenderse... y de matarse.
Quien no está conmigo está contra mí. Fundamentalismo contra fundamentalismo. Integrista contra integrista, a pesar suyo, se pasean en la calles sospechando uno de otro. Todo sigue igual en apariencia, pero un veneno sutil flota ahora en el aire. El miedo, el odio. Lo que los psicoanalistas llaman la pulsión de muerte. Algunos, el gusto de la sangre. Lo peor del 11 de septiembre, más allá del horror del crimen, es acaso esta contaminación mundial, esta nueva peste, que esparce sobre la tierra su terrible olor a cadáver. En otoño, cantaba Yves Montand con las palabras de Prévert, les feuilles mortes se ramassent à la pelle.